Lectura del santo evangelio según san Lucas (Lc 23, 1-49)
En aquel tiempo, el consejo de los ancianos, con los sumos sacerdotes y los escribas, se levantaron y llevaron a Jesús ante Pilato. Entonces comenzaron a acusarlo, diciendo: “Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación y oponiéndose a que se pague tributo al César y diciendo que él es el Mesías rey”.
Pilato preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Él le contestó: “Tú lo has dicho”. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: “No encuentro ninguna culpa en este hombre”. Ellos insistían con más fuerza, diciendo: “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí”. Al oír esto, Pilato preguntó si era galileo, y al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió, ya que Herodes estaba en Jerusalén precisamente por aquellos días.
Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, porque hacía mucho tiempo que quería verlo, pues había oído hablar mucho de él y esperaba presenciar algún milagro suyo. Le hizo muchas preguntas, pero él no le contestó ni una palabra. Estaban ahí los sumos sacerdotes y los escribas, acusándolo sin cesar. Entonces Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él, y le mandó poner una vestidura blanca. Después se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes eran enemigos.
Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, y les dijo: “Me han traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; pero yo lo he interrogado delante de ustedes y no he encontrado en él ninguna de las culpas de que lo acusan. Tampoco Herodes, porque me lo ha enviado de nuevo. Ya ven que ningún delito digno de muerte se ha probado. Así pues, le aplicaré un escarmiento y lo soltaré”.
Con ocasión de la fiesta, Pilato tenía que dejarles libre a un preso. Ellos vociferaron en masa, diciendo: “¡Quita a ése! ¡Suéltanos a Barrabás!” A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra, con la intención de poner en libertad a Jesús; pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” Él les dijo por tercera vez: “¿Pues qué ha hecho de malo? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte; de modo que le aplicaré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos insistían, pidiendo a gritos que lo crucificara. Como iba creciendo el griterío, Pilato decidió que se cumpliera su petición; soltó al que le pedían, al que había sido encarcelado por revuelta y homicidio, y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.
Mientras lo llevaban a crucificar, echaron mano a un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo obligaron a cargar la cruz, detrás de Jesús. Lo iba siguiendo una gran multitud de hombres y mujeres, que se golpeaban el pecho y lloraban por él. Jesús se volvió hacia las mujeres y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; lloren por ustedes y por sus hijos, porque van a venir días en que se dirá: ‘¡Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado!’ Entonces dirán a los montes: ‘Desplómense sobre nosotros’, y a las colinas: ‘Sepúltennos’, porque si así tratan al árbol verde, ¿qué pasará con el seco?”
Conducían, además, a dos malhechores, para ajusticiarlos con él. Cuando llegaron al lugar llamado “la Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Los soldados se repartieron sus ropas, echando suertes.
El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el elegido”. También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a él, le ofrecían vinagre y le decían: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había, en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: “Éste es el rey de los judíos”.
Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le reclamaba indignado: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho”. Y le decía a Jesús: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. Jesús le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” Y dicho esto, expiró.
Aquí se arrodillan todos y se hace una breve pausa.
El oficial romano, al ver lo que pasaba, dio gloria a Dios, diciendo: “Verdaderamente este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, mirando lo que ocurría, se volvió a su casa dándose golpes de pecho. Los conocidos de Jesús se mantenían a distancia, lo mismo que las mujeres que lo habían seguido desde Galilea, y permanecían mirando todo aquello.
Palabra del Señor
La celebración del Domingo de Ramos es la puerta de entrada a la última semana de vida de Jesús, semana en la que Él completo su misión salvífica entre nosotros y semana en que sus discípulos empezaron a comprender quien era Jesús y que significaba seguirle.
Jesús había anunciado su pasión y muerte de cruz, unas cuantas veces, pero sus apóstoles y discípulos, no lograron entenderlo, ellos mantenían viva la esperanza de establecer un reinado terreno y poderoso para el pueblo de Israel, seguían soñando con las doce tribus y con un gran reino similar a la que estableció el rey David.
Aquellas palabras de Jesús: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”; Las interpretaban a su manera, pero en el momento en que lo vieron condenado a muerte y colgado de la cruz, se derrumbó su esperanza de hacer parte de un reinado poderoso y poco a poco empezaron a entender cuál era la verdadera misión de Jesús sobre la tierra.
Las mujeres que seguían a Jesús, algunos de sus apóstoles y uno que otro simpatizante, que se atrevieron a hacer presencia en el monte calvario, se encontraron de frente con Jesús crucificado y allí fueron testigos de lo que significa: “hacer la voluntad del padre”, y allí empezaron a entender que Dios no envió a su propio hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salve por él.
El Centurión Romano, ante la cruz de Jesús, hace la confesión clave de todo el evangelio: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios” Al verlo crucificado entiende lo que sus discípulos no habían entendido: que la grandeza de Jesús no estaba en sus acciones portentosas, sino en su capacidad de dar la vida por entregar el amor al mundo sin reservas, sin condiciones.
De la pasión y la cruz de Jesús brota la luz de la comprensión, aunque no para todos, sino para los que aceptaron abrirse a la verdad, empezando por las mujeres y algunos pocos hombres, que como el Centurión Romano, lograron interpretar el misterio de la cruz.
Ese gran misterio de la cruz, es el que nos convoca hoy y durante esta semana. Al renovar un año más la pasión y muerte del Señor, todos los cristianos estamos llamados a ponernos delante del crucificado, con una actitud de oración y meditación, con una actitud de fe y de humildad, para lograr comprender que verdaderamente Jesús es el hijo de Dios y es el único que puede transformar nuestra vida.
Estamos llamados a hacer de ésta, una verdadera semana santa, es decir estamos invitados a utilizar estos días para tener un verdadero encuentro con Cristo vivo y presente en nuestra historia. Para nosotros los cristianos no son vacaciones de semana santa, este es tiempo de encuentro, tiempo de darle paso a la verdad, tiempo de salvación.
Hagamos un regalo a nosotros mismos, regalémonos estos días para nuestro bien y el de nuestra familia, dando tiempo y espacio a Jesús en nuestra vida, él quiere entrar, triunfante, como lo hizo en Jerusalén aquel primer domingo de ramos, para darnos vida en abundancia, no despreciemos su ofrecimiento. Rafael Duarte Ortiz