En Reflexión Dominical

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Lectura del santo evangelio según san Juan (1,29-34):

EN aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».

Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».

Palabra del Señor

Hemos comenzado el tiempo ordinario, este es el segundo domingo y la palabra que acabamos de escuchar, nos presenta a Jesús como el cordero de Dios que ha venido para quitar el pecado del mundo.

El pueblo judío tenía claro que la muerte era consecuencia del pecado. No olvidaba, la desobediencia de nuestros primeros padres, recordaba la sentencia de Dios: “el día que comiereis del árbol de la ciencia del bien y del mal ese día moriréis.” La manera de librase de la muerte, causada por el pecado, era a través del rito que Dios mismo había encargado a Arón y sus sacerdotes, y que se repetía cada año, cuando el sumo sacerdote entraba en el santuario para rociar con la sangre de un carnero el trono de la misericordia. De esa manera se pagaba con sangre la culpa del pecado y para que ese pecado fuera olvidado por Dios se descargaban todas las culpas sobre un segundo carnero que era expulsado al desierto, llevándose consigo todas las culpas: era el famoso chivo expiatorio.

El día que Juan el Bautista vio acercarse a Jesús exclamó: “este es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. Eso significa: el que ha venido a ofrecer un único sacrificio y para siempre; el que va a derramar su sangre por todos, haciendo que Dios olvide todos nuestros pecados; el que ha venido a bautizar con Espíritu Santo; el único que puede liberar al mundo de la esclavitud, y devolverle la dignidad. Como consecuencia de la venida de ese cordero que es Jesús, ya no somos esclavos, somos hijos. Esta nueva condición de hijos, nos ha sumergido dentro del Espíritu de Jesús y nos ha hecho participes de su misión, haciendo de todos nosotros un pueblo de Sacerdotes, Profetas y Reyes; que ahora vivimos para continuar la obra que Jesús empezó.

Esto exige de todos nosotros los bautizados, primero un gran testimonio, que nos lleve a mostrar las actitudes de Jesús en nuestra manera de vivir, de tal manera que la gente que nos vea actuar, pueda ver en nosotros la presencia de Jesús vivo y resucitado; que sirve, que ama, que perdona, que comprende y que se entrega generosamente a los demás empezando por los más necesitados. Y en segundo lugar exige de nosotros los bautizados una decidida acción evangelizadora, que nos lleve por todo el mundo a anunciar el evangelio, enviados por Jesús y actuando en nombre de Él, a la manera de la experiencia que tuvo San Pablo cuando dijo: “ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mi”.

Esa es la condición de todos los seguidores de Jesús, somos sus apóstoles, somos su voz, sus manos y en últimas somos Jesús mismo, que sigue en medio del mundo haciendo el bien y anunciado la palabra. Por eso el papa Francisco, nos está urgiendo para que seamos una iglesia en salida, para que seamos apóstoles de calle, para que no nos quedemos paralíticos en el espíritu, sino para que nos levantemos, dejemos de un lado la camilla de la apatía, de la indiferencia, o de la vergüenza y con la fuerza del Espíritu anunciemos el evangelio con obras y palabras. Que logremos mostrar al mundo que vivimos en la libertad de los hijos de Dios, y compartamos con los demás la alegría de nuestra salvación.

 Rafael Duarte Ortiz

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