En Reflexión Dominical

Lectura del santo evangelio según san Juan (9,1.6-9.13-17.34-38):

En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?» Unos decían: «El mismo.» Otros decían: «No es él, pero se le parece.» Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.» Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?» Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?» Él contestó: «Que es un profeta.» Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?» Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?» Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.» Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.

¡Palabra del Señor! 

Estamos viviendo el cuarto domingo del tiempo de cuaresma, y ya cercanos a la Pascua, que es la fiesta de la luz, el Señor nos pregunta si vemos claramente o si vamos por el mundo con los ojos vendados, porque no queremos ver el amor de Dios ni el dolor de nuestros hermanos. El Evangelio que hemos escuchado nos presenta a un hombre ciego de nacimiento que se dedicaba a pedir limosna. Recordamos que en el ambiente judío, las personas que sufrían esta discapacidad estaban totalmente excluidas de la comunidad; se daba por hecho que si una persona nacía ciega era por culpa del pecado de sus padres, que lo habían traído al mundo empecatado de pies a cabeza y en consecuencia, debía sufrir durante toda la vida, y además, dedicarse a la mendicidad. Este pensamiento judío también lo compartían los discípulos, que preguntaron a Jesús quién había pecado, si el ciego o sus padres. Jesús responde con toda claridad: “Ni él ni sus padres”. Dios no castiga a nadie con enfermedades, ni con accidentes, ni con ninguna otra desgracia. Dios lo que quiere es que todos sus hijos tengamos vida y la tengamos en abundancia. Jesús, que obra en consecuencia, devuelve la vista al ciego y le da la oportunidad de que se integre a la comunidad. Le hace recobrar su dignidad, ya no volverá a sentirse un mendigo que paga un castigo divino, sino un hijo muy amado de Dios.

En este relato, el evangelista deja ver que hay otra clase de ceguera, casi imposible de curar, a ella se enfrentó Jesús sacando la triste conclusión de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. De ella sufrían las autoridades religiosas, que se dedicaron a interrogar y a perseguir al que había sido ciego, para opacar el milagro. Ellos no lograron abrir los ojos para ver este maravilloso signo y en consecuencia, no lograron ver a Dios en la persona de Jesús.

La oscuridad del ciego de nacimiento se terminó allí, con el milagro de Jesús; la otra oscuridad, la de los fariseos y demás autoridades religiosas, se ha ido transmitiendo de generación en generación, llegando a convertirse en una enfermedad querida y alimentada por muchos cristianos a través de la historia. En este momento, nos corresponde a nosotros examinarnos de manera personal, para saber si hemos decidido taparnos los ojos con el fin de no enterarnos de los sufrimientos por los que pasa gran parte de la humanidad. Nuestros hermanos que pasan hambre, enfermedades y todo tipo de calamidades, no son invisibles, pero nosotros que afortunadamente no vivimos en la misma condición, hemos decidido no ver lo que les pasa, para que no perturben nuestra tranquilidad.

Si no logramos ver el sufrimiento de los hermanos humildes de Jesús, tampoco lograremos verlo a Él, que ha venido para ser la luz del mundo, para abrirnos los ojos a la fraternidad y a la compasión, y para devolvernos la dignidad, igual que a aquél ciego de nacimiento. Aceptemos a Jesús como nuestra luz, aceptemos el reto de ver con claridad y, reconociendo nuestros errores, pidamos al Señor que en esta cuaresma nos ayude a pasar de la oscuridad a la luz verdadera.

Rafael Duarte Ortiz

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