En Notas de Prensa

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NOTA: Las reflexiones para el ángelus, del 16 al 30 de marzo, están disponibles en http://www.diocesisbarbastromonzon.org/pastoral/otros-recursos/

El mejor don que aquellos antiguos patriarcas podían recibir era la promesa de fundar un linaje que se prolongase de generación en generación. Esa fue la promesa que Dios hizo a Abrahán, y como Dios cumple lo que promete, el patriarca creyó. Pero la fe no le proporcionó una vida fácil; por de pronto, le apartó de la tierra donde vivía, en busca de un lugar desconocido, que Dios le mostraría. Pero lo más dramático fue el dilema de sacrificar a su hijo, que, además, era el único eslabón para prolongar su linaje. Cualquiera de nosotros, con el realismo racionalista que nos caracteriza, hubiéramos dudado de la promesa de Dios. Pero Abrahán creyó, su hijo vivió y el linaje prometido se prolongó en Cristo; por eso, la Iglesia llama a Abrahán “padre de los creyentes”.

El evangelio de san Juan, que hoy se proclama en la Eucaristía, continúa la tensa diatriba, que comentábamos ayer, entre Jesús y los dirigentes de aquel pueblo depositario de la promesa (Jn 8, 51-
59). Jesús afirma: “Quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre”. Los judíos le replican con ese realismo racionalista tan humano: “Abrahán murió y los profetas también, ¿eres tú más que Abrahán?, ¿por quién te tienes?” Jesús apela entonces al testimonio de su Padre, “de quien vosotros decís que es vuestro Dios”, y añade la gota que colmaría el vaso de aquellos incrédulos: “Abrahán saltaba de gozo pensando ver mi día: lo vio y se llenó de alegría”. Entonces, ellos reaccionan: “¿No tienes todavía cincuenta años y has visto a Abrahán”. Y Jesús les desvela definitivamente quién es él: “Os aseguro que antes que naciera Abrahán existo yo”.

Sus oyentes, igual que hicieron sus vecinos de Nazaret cuando Jesús rehusó hacer allí los milagros que había hecho en otros lugares, quisieron apedrearlo, pero en ambos casos se escabulló ileso, porque aún no había llegado “su hora”. La doctrina oficial impidió a aquellos contemporáneos de Jesús creer en él como Mesías e Hijo de Dios, porque la imagen que se habían forjado del Señor no coincidía con la novedad de un Dios misericordioso que se encarna para acompañar de cerca la existencia humana. Ahora, la doctrina oficial es que Dios no existe y es una ilusión pre científica pensar que interviene en la historia de este mundo. Así lo evidencia la escena del film de James Marsh “La teoría del todo”, sobre la vida de Stephen Hawking, uno de los padres del “Bing Bang”, cuando su primera esposa, después de escuchar el complejo relato de teorías en las que se debate su esposo, le dice con diáfana sencillez: “Eso que tú buscas, Stephen, se llama Dios”. Pero Stephen no la creyó.

De ningún modo pienso que esta pandemia sea un castigo de Dios: Él acepta que la historia evolucione según la autonomía propia de un universo maravilloso, pero limitado, y de una libertad real otorgada a los hombres. Pero creo firmemente que, a pesar de ello, no se ausenta de nosotros y sigue acompañándonos siempre, sobre todo en los momentos más duros de la vida. Jesús es la expresión de esa absoluta solidaridad de Dios con nosotros. Por eso, no estamos solos y la oración no es un recurso mágico, sino un grito confiado. Con confianza de creyentes, le decimos hoy la súplica del salmo 24:

A ti, Señor, levanto mi alma;
Dios mío, en ti confío,
no quede yo defraudado,
que no triunfen de mí mis enemigos;
pues los que esperan en ti no quedan defraudados.
Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.
Recuerda, Señor, que tu ternura
y tu misericordia son eternas;
no te acuerdes de los pecados
ni de las maldades de mi juventud;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor.

Pedro Escartín Celaya

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