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La liturgia del Domingo de Ramos tiene dos caras: una es el presagio de la resurrección, subrayado por la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, que se proclama en la lectura evangélica con la que da comienzo la procesión con los ramos y palmas; la otra anuncia la muerte dolorosa del Justo en la lectura íntegra de la pasión según san Mateo. Esta lectura de la pasión comienza relatando la decisión de Judas de traicionar a Jesús. Judas hizo un trato con los sumos sacerdotes para encontrar una ocasión propicia en la que entregarlo, un trato que tenía un precio: treinta monedas.

Judas aparece en los evangelios como un tipo rastrero: cuando Jesús fue ungido por María en Betania, protestó diciendo que aquel derroche hubiera aprovechado más a los pobres; pero el evangelista aclara que no eran los pobres los que le preocupaban, sino la bolsa común, de la que era depositario y en la que de vez en cuando metía la mano. Ahora se ajusta con los enemigos de Jesús, poniendo precio a la traición con la que piensa lucrarse. En los años setenta del pasado siglo, la cultura dominante quiso rehabilitar la figura de Judas, presentándolo como un discípulo decepcionado por la deriva que estaba tomando la causa de Jesús. En la ópera rock “Jesucristo Superstar”, Judas lucha por la libertad del pueblo, mientras que Jesús sólo está interesado en manifestar su condición de Hijo de Dios; por eso le abandona. Este musical evita intencionadamente el episodio culminante de los evangelios: la resurrección, y no hace justicia a la historia de los hechos. Su autor no fue más allá de una interpretación revolucionaria del evangelio, ni comprendió a Jesús ni que Judas formaba parte del misterio del mal. ¿Cómo es posible que Jesús lo eligiera y él le traicionase sin arrepentirse? Una vez más se hace presente el misterio de la libertad humana e invita a reflexionar.

Este Domingo de Ramos, en el que a lo sumo podremos agitar un símbolo de ramo de olivo desde nuestros balcones, nos invita a aclamar a Jesús, a pesar de las protestas de los fariseos, que temían que aquellas aclamaciones mesiánicas molestasen a los romanos. Entonces, cuando dijeron a Jesús: “Maestro, reprende a tus discípulos”, él replicó: “Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras”. Porque es imposible secuestrar la presencia de Dios, sin que el ser humano y el mundo sufra las consecuencias. Según el testimonio del evangelista Lucas, en el mismo día de su entrada gloriosa, Jesús lloró por Jerusalén cuando se acercaba a la ciudad. Previendo su futura destrucción a manos de los romanos, dijo: “¡Si conocieras el mensaje de paz que te traigo! Pero ahora está oculto a tus ojos”.

En estos días, particularmente angustiosos por la persistencia de la pandemia, pidamos que nuestros ojos siempre sean capaces de descubrir y adherirnos a la Verdad que es Dios, no a las verdades
interesadas y engañosas que tantas veces nos fabricamos los hombres.

Limpia y sana mi fe, Señor.
Mis ojos te buscan en lo espectacular.
Mis oídos quieren escuchar
que te has impuesto definitivamente.
Mi corazón desea que triunfes sin dejar dudas.
Quiero creer en un Dios fuerte
que realice mis criterios de justicia.
Limpia y sana mi fe, Señor.
Para encontrarte en Jesús crucificado.
Para comprender que se entregó por amor.
Para dejar que mi corazón confiese que lo hizo «por mí».
Limpia y sana mi fe, Señor,
para que crea en tu salvación, regalada en Cristo;
no en la que yo me imagino.

Pedro Escartín Celaya

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