Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-06
Ya hemos entrado en la Semana Santa. No podremos contar con la tensión espiritual que producen las procesiones, ni con el calor de las celebraciones, tomando físicamente parte activa en el acontecimiento que estamos reviviendo. Tendremos que aguzar el alma para vivir desde la fe y con el apoyo de los medios de comunicación lo que un día ocurrió y sigue siendo actual en cada celebración.
Hoy, Lunes Santo, la liturgia proclama el fragmento del evangelio donde se narra la unción de Jesús en Betania (Jn 12, 1-11). Ayer lo cité de pasada, a propósito de la figura de Judas Iscariote. No insistiré en lo ya dicho, sino que invito a escuchar la respuesta de Jesús a la crítica por lo que el Iscariote consideró un derroche intolerable. Serenamente le respondió: “Déjala: lo tenía guardado para el día de mi sepultura, porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. En su respuesta hay dos advertencias: una, la referencia a su sepultura. Los judíos enterraban a sus muertos ungiéndolos con perfumes; esto apenas pudo hacerse en la sepultura de Jesús, porque se echaba encima el descanso impuesto por el gran Sábado, y, cuando las piadosas mujeres, en el primer día de la semana, fueron de madrugada al sepulcro para completar lo que de prisa y corriendo se hizo en la tarde del viernes, ya no había cuerpo que embalsamar. Con su respuesta, Jesús agradeció el gesto de María y anunció su próxima muerte, pero, sobre todo, anunció su resurrección.
La otra advertencia son los pobres. Ellos son su presencia real entre nosotros, como ya había dicho en la parábola del juicio final: “lo que hicisteis a uno de éstos mis pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis”. Pero es evidente que, para tratar a los pobres como presencia de Jesús, tenemos que habernos ejercitado en tratar a Jesús con el cariño que él se merece, porque sólo así acogeremos a los pobres con verdadero amor y respeto.
La última parte de este evangelio es provocativa. Fueron muchos los judíos que se acercaron a Betania por ver a Jesús y por ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. El evangelista, en un comentario final, informa: “Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa se les iban y creían en Jesús”. Es increíble la cerrazón de aquellos hombres: cerraban los ojos ante un signo tan elocuente y, además, pretendían borrar el signo para que otros no creyeran. Con ello, se pone de manifiesto que el destino del discípulo es correr la misma suerte que el Maestro. La persecución de la Iglesia ha sido constante a lo largo de la historia. Ahora son 280 millones los cristianos perseguidos cruentamente en el mundo, uno de cada nueve de los que nos profesamos cristianos. Eso, sin contar las persecuciones no cruentas pero reales, que soportamos constantemente. Digo esto no para añadir nueva angustia a la que ya nos produce el coronavirus, sino para serenar nuestro ánimo con las palabras de Jesús: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo”. Con los sentimientos del salmo 22, depositamos nuestras angustias en las manos del Señor rezando:
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Pedro Escartín Celaya