Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-15
De las dos lecturas bíblicas de este día, en plena octava de Pascua, os propongo fijar la atención en la primera, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 3, 1-10). Mañana oraremos a propósito de la segunda, el evangelio, que es también muy substanciosa. En la de hoy se narra, con escueta sencillez, un hecho estimulante: la curación de un lisiado de nacimiento, en nombre de Jesús. Esto ocurría pocos días después de Pentecostés, cuando Pedro ya había anunciado públicamente la resurrección de Jesús, pero todavía la incipiente comunidad de los creyentes no se había desgajado del judaísmo oficial; los que iban creyendo en Jesús acudían a la oración en el templo, escuchaban la enseñanza de los apóstoles y ”partían el pan“ en sus casas, que es tanto como decir que celebraban la Eucaristía, la Cena que el Señor les encomendó perpetuar en memoria suya.
Uno de esos días, cuando Pedro y Juan subían al templo, a la oración de la tarde, se toparon con un lisiado de nacimiento, que sus familiares solían colocar en la Puerta Hermosa del templo para que pidiera limosna. Y la pidió a Pedro y a Juan. Entonces Pedro se le quedó mirando y le dijo: ”No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar“. Y agarrándolo de la mano derecha lo puso en pie; el lisiado dio un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo alabando a Dios. Viene enseguida a nuestra memoria la curación de aquel paralítico que descolgaron por el techo de la casa donde estaba Jesús, en Cafarnaúm; ahora, en su nombre, ocurre lo mismo que él había hecho, y la gente, como entonces, quedó estupefacta.
Esto ofreció a Pedro una nueva ocasión para anunciar a Jesús resucitado: ”El Dios de nuestros padres ha glorificado a su Siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis… Por la fe en su nombre, ha restablecido a este que vosotros veis y conocéis“. De nuevo aparece ante nuestros ojos ese dato que con frecuencia pasamos por alto: que cada uno de nosotros, con todo lo que somos y tenemos, estamos en las manos de Dios. La pandemia, con su amenaza de enfermedad y de muerte, nos lo está recordando. Pero, como dijo el padre Cantalamesa, en la homilía del Viernes Santo ante el papa Francisco, no es Dios quien nos ha enviado el virus para hacernos recapacitar: «¡Dios es aliado nuestro, no del virus! No. El que lloró por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo». El virus ha llegado porque la naturaleza es limitada e imperfecta y, en su devenir, produce efectos y daños no deseables.
Poco a poco, los seres humanos la vamos conociendo, y mejoramos nuestra relación con ella, pero no la controlamos y a veces incluso la hacemos gemir. Por eso, ha recalcado en estos días nuestro antiguo obispo, el cardenal Omella, que hemos de estar «a Dios rogando y con el mazo dando»: luchando contra la pandemia y confiando en la ayuda de Dios. Volviendo a las palabras del padre Cantalamesa, «hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido. Es él quien nos impulsa a hacerlo: ”Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá“ (Mt 7, 7)». Con esta confianza, oremos con palabras que el mismo Dios pone en nuestros labios en el salmo 32:
La palabra del Señor es sincera
y todas sus acciones son leales,
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor;
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
Pedro Escartín Celaya