Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-17
¡Qué mal sentó a los jefes que Pedro y Juan explicaran al pueblo de quién procedía la fuerza que había sanado a aquel tullido, que pedía limosna junto a la Puerta Hermosa del templo! En la escena descrita en los Hechos de los Apóstoles (Hch 4, 1-31), que hoy se proclama en la primera lectura de la Eucaristía, se repite la actitud de aquellos mismos jefes cuando Jesús curó al ciego de nacimiento. Entonces, se negaron a reconocer lo evidente y expulsaron de la sinagoga al que había sido ciego, porque confesó que Jesús venía de parte de Dios; ahora, pretenden silenciar a los apóstoles con un arresto preventivo y con amenazas para que no sigan anunciando la resurrección de los muertos por el poder de Jesús. Son los mismos que intervinieron en el inicuo proceso contra Jesús ?Anás, Caifás y otros senadores y letrados?, lo cual pone de manifiesto que al discípulo le cabe la misma suerte que al Maestro, como Jesús ya había anunciado. Pero se encontraron con que unos hombres sin instrucción ni cultura proclamaban con valentía ?“parresía” es la palabra clave que utiliza el autor de los Hechos: una mezcla de confianza, valor, audacia y libertad? que “no podían dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”, porque no sería justo “obedeceros a vosotros más que a Dios”.
Puede decirse que en aquellos jefes se cumplió el refrán: fueron a por lana y volvieron trasquilados. Unos hombres sin cultura ni instrucción les respondieron con el salmo 117, aplicándolo a Jesús y a ellos: “Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre por el que nosotros debamos salvarnos”. Una vez más, aquellos jefes se inclinaron por lo que les era políticamente útil, en lugar de rendirse ante la verdad: amenazaron a los apóstoles para que no hablasen en nombre de Jesús; pero ni ellos se convirtieron ni se atrevieron a castigarlos, porque el pueblo admiraba lo que habían hecho con el tullido.
El asunto desembocó en una ferviente oración de la comunidad, cuando, una vez libres, Pedro y Juan vinieron a los suyos y les contaron todo lo que había ocurrido. Al oírlo, todos a una elevaron su voz a Dios y dijeron: “Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía”, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Ahora, que estamos amenazados por la pandemia y sus consecuencias, también debemos rezar con insistencia y confianza, sabiendo que son los científicos, los médicos y los que están al frente de la nación quienes han de proporcionar medidas eficaces para superar esta situación, pero convencidos de que es el Espíritu Santo quien puede concederles los dones de sabiduría, consejo y buen gobierno para llevar a puerto la vida de los ciudadanos, ya que, en definitiva, la vida de los hombres siempre está en las manos paternales de Dios. Oremos, pues, al Espíritu Santo:
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.
Pedro Escartín Celaya