En Notas de Prensa

Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-26

La liturgia vuelve a proponernos la aparición del Resucitado a los discípulos que se marchaban a Emaús en la tarde de la primera Pascua cristiana (Lc 24, 13-35). El contenido de esta aparición es tan rico que no puede extrañar que la Iglesia vuelva a recordarla en este tercer domingo pascual, llamado con acierto el domingo de las apariciones, porque se narra una aparición de Jesús en cada uno de los tres ciclos litúrgicos. Las tres fueron acompañadas de una comida, detalle que no debemos pasar por alto.

La aparición a los de Emaús tiene dos partes. En la primera se narra lo que ocurrió por el camino; sobre ello reflexionábamos el jueves de la Semana de Pascua. En la segunda, los dos caminantes invitaron a Jesús a quedarse en su casa aquella noche: “Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: «Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída». Aquel viajero, que todavía les era desconocido, aceptó y entró para quedarse con ellos. A partir de este momento, ocurrió lo inesperado: prepararon la cena, se sentaron a la mesa y entonces Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Dice el evangelista: “A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció”. Este gesto da respuesta a la pregunta que tal vez nos hacemos: si Jesús está vivo, ¿dónde puedo encontrarlo? La respuesta es diáfana: como los de Emaús le reconocieron al partir el pan, nosotros le reconocemos en la Eucaristía. En ese pan vivo, que ha bajado del cielo, partido y repartido en la Cena del Señor ?«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Este es el cáliz de mi sangre derramada por vosotros y por muchos…»?, es donde reconocemos a Jesús resucitado y nos encontramos con él, hoy como entonces.

La Didaché o Doctrina de los doce apóstoles, que es el más antiguo escrito cristiano, fuera de los Evangelios, Hechos y Cartas apostólicas, describe cómo celebraban la Eucaristía aquellos cristianos de entre el siglo I y II. En la oración sobre el pan (al que llamaban “fragmento”), decían: «Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de Jesús tu siervo… Como este fragmento estaba disperso sobre los montes [se refiere a los granos de trigo con los que ha sido amasado el pan eucarístico] y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino». En ese encuentro personal y afectuoso con Jesucristo, es dónde Él se nos da a conocer y nos reúne en unidad. Con razón escribió Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Jesús camina junto a nosotros como un desconocido, y para reconocerlo hemos de dejarnos guiar por su palabra, leída en la celebración de la Eucaristía, y tomar el pan vivo y partido de su cuerpo, con el que logramos repartirnos a imitación suya.

El confinamiento de esta pandemia nos impide participar físicamente en la Eucaristía; lo hacemos espiritualmente a través de los medios de comunicación. Seguramente, esta limitación nos lleve a desear el gozo y la vitalidad que proporciona la participación física, total y comunitaria en la mesa del Señor. Hasta que podamos comer el pan  vivo y partido, digamos como los discípulos de Emaús: ¡Señor, quédate con nosotros!

¡Quédate con nosotros,
la tarde está cayendo! ¡Quédate!
¿Cómo te encontraremos
al declinar el día,
si tu camino no es nuestro camino?
Deténte con nosotros;
la mesa está servida,
caliente el pan y envejecido el vino.
¿Cómo sabremos que eres
un hombre entre los hombres,
si no compartes nuestra mea humilde?
Repártenos tu cuerpo,
y el gozo irá alejando
la oscuridad que pesa sobre el hombre.

Vimos romper el día
sobre tu hermoso rostro,
y al sol abrirse paso por tu frente.
Que el viento de la noche
no apague el fuego vivo
que nos dejó tu paso en mañana.
Arroja en nuestras manos,
tendidas en tu busca,
las ascuas encendidas del Espíritu;
y limpia, en lo más hondo
del corazón del hombre,
tu imagen empañada por la culpa.
Amén.

Pedro Escartín Celaya

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