Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-29
En el corto trecho que va desde Sant’Angelo hasta el Vaticano, hay una hermosa estatua, que con su mano orienta al caminante hacia la basílica de San Pedro; es la mano de una mujer singular: Santa Catalina de Siena, cuya vida y servicio a los pobres y a la Iglesia adquiere especial relieve en estas semanas, en las que vivimos un tanto amedrentados por la pandemia del coronavirus. En 1374, seis años antes de su muerte, se declaró una terrible peste, que afectó a Siena, su ciudad. Catalina se prodigó para cuidar, consolar y ayudar a los apestados, sin escatimar esfuerzos ni reparar en los peligros para su propia salud. Las motivaciones de su entrega pueden ser fuente de inspiración y consuelo para tantos sanitarios y voluntarios de todo tipo, que en estas semanas de lucha contra el virus están dando ejemplo de solidaridad y sacrificio por los demás.
Hoy la iglesia celebra su fiesta y nos propone el mensaje que irradia su persona. Había nacido en Siena en 1347 de una familia de artesanos tintoreros, que tuvo veinticinco hijos. Rechazó un matrimonio que le quiso concertar su madre y, a los quince años, se hizo terciaria dominica, atraída por la actividad caritativa de aquellas piadosas mujeres. Junto a sus servicios hacia los necesitados, sorprende su vida contemplativa y su actividad político-religiosa, inspirada en un programa audaz: conseguir la reforma de la Iglesia a base de corregir los defectos de sus ministros, lograr que el Papa abandonase Aviñón y retornase a Roma poniendo fin al Cisma de Occidente, y reconciliar a los cristianos separados de la Iglesia. Para ello escribió cartas y mantuvo conversaciones con doctores en teología, cardenales y papas, que la escucharon, y no le arredró la tarea de convertir a arrogantes señores que disentían de su modo de pensar y vivir.
¿De qué fuente sacaba la virgen Catalina la caridad y las fuerzas para llevar a cabo unas tareas tan arduas? Ella misma lo dice en su obra cumbre, Diálogo de la Divina Providencia, donde, en un sabroso coloquio con la Santísima Trinidad, reconoce: «Y el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, me ha dado la voluntad que me hace capaz para el amor». Su vida contemplativa de oración y comunión con Dios: he ahí la fuente de su singular feminismo cristiano en un tiempo tan convulso como el del siglo XIV. No nos puede extrañar que haya sido declarada, sucesivamente, patrona de Roma, de Italia y de Europa, además de doctora de la Iglesia.
En la Eucaristía de este día, la Iglesia proclama un fragmento del evangelio según san Matero (Mt 11, 28- 30), en el que Jesús, después de escuchar cómo había sido acogido por unos y otros el mensaje de que el reinado de Dios estaba llegando, anunciado por los discípulos que él mismo envió, exclamó conmovido: “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. Catalina de Siena ha sido de esa gente sencilla que ha sabido captar quién es Dios y qué quiere de nosotros mucho mejor que quienes se creen sabios y entendidos. Ojalá cada uno de nosotros seamos también de esa gente sencilla, que sigue confiando en Dios, en medio de las dificultades y problemas, haciendo buenas las palabras que Jesús también dijo en aquella ocasión: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. Con el siguiente himno, que la Iglesia reza en la fiesta de las santas vírgenes, pidamos hoy este consuelo y la fuerza de voluntad necesaria para no relajarnos y seguir cumpliendo las normas sanitarias, ahora que estamos dando los primeros pasos hacia la normalización de nuestras vidas:
Nos apremia el amor, vírgenes santas,
vosotras, que seguisteis su camino,
guiadnos por las sendas de las almas
que hicieron de su amar amor divino.
Esperasteis en vela a vuestro Esposo
en la noche fugaz de vuestra vida,
cuando llamó a la puerta, vuestro gozo
fue contemplar su gloria sin medida.
Pues gozáis ya las nupcias que el Cordero
con la Iglesia de Dios ha celebrado,
no dejéis que se apague nuestro fuego
en la pereza y sueño del pecado.
Demos gracias a Dios y, humildemente,
pidamos al Señor que su llamada
nos encuentre en vigilia permanente,
despiertos en la fe y en veste blanca.
Amén.
Pedro Escartín