Documento para descargar: 2020-05-08
El evangelio que hoy leemos (Jn 14, 1-6) forma parte del discurso de Jesús después de su Cena de despedida con los discípulos. Una de las perlas de esta larga conversación, que Jesús mantuvo con los suyos a modo de testamento, es este fragmento, en el que Jesús trata de levantarles el ánimo, apesadumbrado por el miedo de quien no sabe muy bien lo que se le viene encima, pero sospecha que no va a ser bueno: “Que no tiemble vuestro corazón”, les dice. Y a continuación teje un razonamiento construido con los verbos “me voy” y “vuelvo”. Me voy al Padre, y Jesús es el camino para llegar a Él. Si se va al Padre, no es para sentirse dolidos: va a encontrarse con su gran amor. “Yo y el Padre somos uno”, había dicho en otra ocasión; ¡qué podía ser para él más grato que volver a encontrarse con el Padre, sin las limitaciones que ineludiblemente le había producido la encarnación en nuestra naturaleza caduca! Pero, al mismo tiempo, anuncia que va a volver, porque quiere superar la orfandad que van a sufrir los discípulos, si él no está con ellos.
Jesús vuelve para llevar a los suyos a aquel lugar que les ha preparado junto al Padre: “cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros”. Es la primera vez, en todo el Nuevo Testamento, que aparece una representación espacial del reino de los cielos. Por supuesto, el reino es una situación nueva y deseable que supera todo deseo, pero aquí Jesús también lo designa como un lugar, “una casa en la que hay muchas estancias”, como corresponde a unos seres para los que el cuerpo es tan necesario como el espíritu, unos seres como nosotros que somos espíritu encarnado o carne animada. Lo cual nos lleva a pensar que la meta de la Pascua tenía que ser, necesariamente, la resurrección, en la que el cuerpo real de Jesús adquiriese una dimensión nueva. Y esto ocurrirá también con nuestros cuerpos; como dirá años más tarde el apóstol Pablo tratando de hacer comprensible el realismo de la resurrección de los muertos a quienes se burlaban de la resurrección, “así ocurre en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 35-44).
En el siglo IV, San Hilario de Poitiers explicaba a sus diocesanos que la comunión de la carne y la sangre de Cristo no es sólo espiritual, sino también física y total, les decía: “Él está en el Padre por su naturaleza divina, mientras que nosotros estamos en él por su nacimiento humano y él está en nosotros por la celebración del sacramento: así se manifiesta la perfecta unidad realizada por el Mediador, porque nosotros habitamos en él y él habita en el Padre y, permaneciendo en el Padre, habita también en nosotros. Así es como vamos avanzando hacia la unidad con el Padre”.
Por ello, la partida de Jesús debe ser motivo de alegría y no de tristeza. A esa misma alegría estamos convocados todos los que en él creemos y esperamos, pues ha ido a “prepararnos sitio” junto al Padre, lo cual supera ampliamente todas nuestras expectativas. Bueno es tenerlo presente siempre, y más aún en los tiempos de desolación, pues como dice el salmo 102, del que os invito a rezar un fragmento, “Él sacia de bienes tus anhelos, y como un águila se renueva tu juventud; como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles”.
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura;
él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila se renueva tu juventud.
Como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro.
Los días del hombre duran lo que la hierba,
florecen como flor del campo,
que el viento la roza, y ya no existe,
su terreno no volverá a verla.
Pero la misericordia del Señor
dura siempre,
¡Bendice, alma mía, al Señor!
Pedro Escartín Celaya