En Notas de Prensa

Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-05-16

Pablo quiere emprender un nuevo viaje apostólico con el deseo de ver “cómo les va a los hermanos de todas aquellas ciudades en que anunciamos la Palabra del Señor”. Pero antes de ponerse en camino, Pablo y Bernabé se separaron. Bernabé quería asociar en este viaje a Juan Marcos (posiblemente el autor del segundo evangelio) y Pablo se oponía, porque los había dejados solos en su anterior viaje. Una disputa trivial y hasta poco edificante, que pone de manifiesto el temperamento de estos evangelizadores, que participaba de los defectos habituales de los seres humanos. Lo cual favorece la veracidad del relato, ya que no oculta lo que pudiera parecer menos edificante en sus protagonistas. A pesar de todo, esos defectos no detuvieron el anuncio de la Palabra, ya que estaba impulsado por el Espíritu Santo.

Bernabé tomó consigo a Juan Marcos y se embarcaron rumbo a Chipre, mientras que Pablo eligió por compañero a Silas y se dirigió a Derbe y Listra. En Listra  encontraron un discípulo llamado Timoteo, de padre griego y madre judía, del que los hermanos daban buenos informes, y Pablo quiso llevarlo consigo. Pero antes, lo hizo circuncidar. ¿Cómo es posible que Pablo tomara esta decisión, después de haber sido el promotor de la controversia sobre la inutilidad de la circuncisión para alcanzar la salvación? Justamente por esto. Pablo no era un intransigente, de los que nunca dan su brazo a torcer, a menos que se trate de algo absolutamente fundamental. Timoteo era hijo de madre judía y por ello era israelita según el derecho judío; para él, la circuncisión sólo era signo de su pertenencia a este pueblo. Con lo que Pablo no hubiera transigido era con que ese signo de pertenencia a un pueblo se tomase como medio imprescindible para la salvación, que sólo Cristo proporciona.

La primera lectura de este día (Hch 16, 1-10) es significativa por su insistencia en la acción del Espíritu Santo, tanto cuando les lleva a evangelizar en determinados lugares como cuando les impide ir a otros. En dos momentos les impidió anunciar la Palabra donde ellos pretendían, mientras que a través de la visión de un macedonio, que implora a Pablo: “Ven a Macedonia y ayúdanos”, dirigió sus pasos hacia las puertas de Europa, donde realizaron una fecunda labor. Algunas de las cartas de Pablo dan fe de ello. De este ir y venir de los evangelizadores debemos aprender que el protagonista de la evangelización es el Espíritu Santo, aunque éste siempre cuenta con la colaboración de hombre y mujeres concretos. Estos aportan la firmeza de sus convicciones, la constancia de su esfuerzo y, de vez en cuando, también sus defectos personales, que no siempre favorecen la acción divina.

Hoy, como entonces, estamos llamados a una tarea que nos supera, y sin embargo es posible con la fuerza del Espíritu. Durante estas largas semanas de confinamiento se ha repetido muchas veces: “Resistiré” y “Juntos lo conseguiremos”; es admirable esta voluntad de lucha, siempre que no excluya o ignore al protagonista silencioso y oculto, pero real, de todo quehacer humano. Por eso el papa Francisco nos propuso desde el principio de la pandemia rezar con estas palabras, que hoy repetimos:

Oh María, tú resplandeces siempre en nuestro camino
como signo de salvación y de esperanza.
Nosotros nos confiamos a ti, Salud de los enfermos,
que bajo la cruz estuviste asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme tu fe.
Tú, Salvación de todos los pueblos,
sabes de qué tenemos necesidad y estamos seguros que proveerás,
para que, como en Caná de Galilea,
pueda volver la alegría y la fiesta después de este momento de prueba.
Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre y a hacer lo que nos dirá Jesús,
quien ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos
y ha cargado nuestros dolores para conducirnos,
a través de la cruz, a la alegría de la resurrección.
Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios.
No desprecies nuestras súplicas, que estamos en la prueba,
y libéranos de todo pecado, oh Virgen gloriosa y bendita.

Pedro Escartín Celaya

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