Documento para descargar: 2020-05-19
Ayer conocimos, por el libro de los Hechos, la prisión y maltrato de que fueron objeto Pablo y Silas en Filipos. También vimos cómo Pablo hizo valer sus derechos de ciudadano romano y obligó a los pretores a que, al liberarlo de la prisión, le rehabilitasen ante el pueblo. Pero entre el motín que les llevó a prisión y su liberación, tuvo lugar un episodio que nos transmite la primera lectura de este martes (Hch 16, 22-34). Fue una intervención liberadora de Dios bastante similar a la que, en su día, ocurrió con el apóstol Pedro y que también es narrada en los Hechos de los Apóstoles (Hch 5, 21-26).
El Sumo Sacerdote y los de su partido metieron en la cárcel a Pedro y los apóstoles por anunciar que Jesús había resucitado; Pablo y Silas también dieron con sus huesos en la prisión por el mismo motivo; en ambos casos, el Ángel del Señor liberó a los prisioneros de sus cadenas, aunque, en el caso de Pablo y Silas, éstos se quedaron en la cárcel. Cuando el carcelero vio “las puertas de la cárcel de par en par, sacó la espada para suicidarse, imaginando que los presos se habían fugado”, pero Pablo lo llamó a gritos y le dijo: “no te hagas nada, que estamos todos aquí”. Esto impresionó de tal manera al carcelero que empezó a preguntarse quiénes eran aquellos hombres: no eran criminales y, además, anunciaban un mensaje digno de ser tomado en serio. Por eso, preguntó a los prisioneros: “¿Qué tengo que hacer para salvarme?” A lo que Pablo contestó: “Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia”. El carcelero se hizo bautizar con toda su familia, después de recibir una catequesis elemental sobre la persona y misterio de Jesús, y terminaron celebrando “una fiesta de familia por haber creído en Dios”.
La persecución no logró extinguir la fuerza del mensaje, sino que sirvió de trampolín para una mayor expansión. Aquí se inició un camino providencial que llevó a Pablo al corazón del mundo griego: Atenas. Estamos asistiendo a la llegada del cristianismo al viejo continente. La conversión de toda una familia y su incorporación a una comunidad cristiana fue un hecho frecuente en los comienzos de la Iglesia: recordemos el caso de Lidia, la vendedora de púrpura, el de este carcelero, el del jefe de la sinagoga de Corinto, Crispo, que también creyó en el Señor Jesús con toda su familia… No fueron casos puntuales, fruto de un entusiasmo pasajero, sino el inicio de comunidades significativas, que siguieron vivas cuando les faltó la presencia inmediata de los evangelizadores, que les proporcionaron el primer anuncio de Jesús. En nuestro lenguaje actual podríamos decir que Crispo, Lidia, el carcelero y sus cónyuges hicieron en sus casas una verdadera catequesis familiar.
Es, justamente, lo que ahora debemos recuperar para que no se rompa la cadena de la transmisión de la fe: que los padres y madres, los abuelos y abuelas, y en general los adultos creyentes asumamos en la familia la tarea de catequizar a los hijos y nietos; que lo hagamos con gozo, conscientes del tesoro que les estamos entregando; y que aprovechemos la oportunidad que nos proporciona el confinamiento provocado por la pandemia para encontrar momentos sabrosos para la oración en común, haciendo de nuestras casas verdaderas iglesias domésticas. Oremos, pues, con una súplica del papa Juan Pablo II, muy apropiada para nuestra situación:
Señor, haz que sea tu testigo
para comunicar tu amor.
Concédeme cumplir la misión de catequista
con humildad y confianza.
Que mi catequesis sea un servicio
a los demás y una entrega gozosa
de tu evangelio.
Recuérdame continuamente que la fe,
que deseo irradiar,
la he recibido de Ti para transmitirla
en primer lugar a los de mi casa.
Hazme un verdadero educador de la fe,
atento a la voz de tu Palabra.
Que tu Espíritu Santo conduzca mi vida
para que no deje de buscarte y quererte,
para que no me venza la pereza
ni el cansancio.
Señor, que, unido a Ti, a la Iglesia
y a tu Madre María,
sepa yo guardar, como ella, tu Palabra
y ponerla al servicio de mi familia
y del mundo. Amén.
Pedro Escartín Celaya