En Cartas de nuestro Obispo

En uno de mis viajes a Sao Paolo (Brasil) como director general de los Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús encontré un subsidio litúrgico con esta sugerente anécdota:

Un grupo de espeleólogos quedaron sepultados por un alud en el interior de una cueva. El equipo de rescate no podría llegar hasta el amanecer. Mientras, fueron recogiendo algo de leña y encendieron una fogata para calentarse. Sabían que si el fuego se apagaba, morirían irremisiblemente. Cuando se extinguió la llama y las brasas se cubrieron de ceniza, ninguno echó al fuego el puñado de leña que se había guardado. Cuando llegó el equipo de socorro se encontró con cinco cadáveres congelados. El responsable comentó consternado: «lo que realmente les ha matado ha sido el frío interior».

Al tratar de contextualizar la pandemia que nos aqueja voy a servirme metafóricamente de este sucedido para compartir con los lectores de El Cruzado Aragonés en este número extraordinario mis convicciones más profundas sobre lo vivido en estos meses:

DECÁLOGO

1) Todos los seres humanos formamos parte de una misma y única familia. Estamos interconectados. Lo que me afecta a mí puede repercutir en ti.

2) Somos iguales, más allá de nuestra cultura, ideología, religión, ocupación, relevancia social o de nuestra situación económica.

3) Nos sabemos vulnerables. La imprevisible situación «sanitaria» ha puesto, una vez más, al descubierto nuestra frágil condición, lo fácil que se desbaratan nuestros cálculos, nuestros proyectos personales, rutinas y prioridades.

4) Somos dependientes. Resulta paradójico constatar cómo ante determinadas situaciones los seres humanos nos sentimos fuertes, poderosos, autónomos… sin embargo, ante lo esencial nos sentimos desvalidos, no sabemos nada y experimentamos la dependencia más absoluta.

5) Cada una de las pruebas que nos pueda deparar la vida (crisis) se convierte en una llamada, en una oportunidad de cambio y de crecimiento interior. Nos permite volver a los valores, las grandes lecciones de vida que nos dejaron nuestros mayores.

6) Nuestra verdadera tarea en esta tierra es velar por el otro. Lo importante en la vida no es lo que tengas, lo que hagas, lo que aparentes ante los demás sino lo que realmente eres. La solidaridad, la fraternidad, la comunión, el servicio, la entrega… se constituyen en el verdadero antídoto que Dios ha puesto de «serie» en cada persona y que se activa automáticamente en cada corazón cuando emerge algún ser extraño que pretende desestabilizar su vida o el hábitat donde reside.

7) El rescate viene siempre de fuera. Ninguno es padre de sí mismo. La salud, en nuestro caso, no depende de nosotros. Nadie se salva solo.

8) Mantener encendida la «hoguera», metafóricamente hablando, se convierte también ahora para cada persona, para cada pueblo o país, para la misma Iglesia diocesana, nacional o universal en el proyecto más urgente e importante si queremos sobrevivir.

9) Compartir la leña, TODA la «leña» será la única garantía de supervivencia, para poder tener luz y calor mientras esperamos un nuevo «amanecer».

10) Y erradicar definitivamente la amnesia de lo eterno, esto es, no recordar ¿cuál es nuestro verdadero origen?, ¿cuál es nuestro destino?, ¿quién puede devolvernos la dignidad perdida? Este es, a mi entender, el virus más letal porque en la mayoría de las personas resulta «asintomático».

No es tiempo para justificarse, excusarse o culpabilizar a los demás, sino para preguntarnos con sinceridad ¿a qué jugábamos hasta ahora?, ¿qué sentido tenía todo lo que hacíamos?, ¿quién nos hubiera llorado o acompañado en nuestro último viaje si hubiéramos sido uno de los miles de fallecidos? Ojalá despertemos del sueño letal en que nos hayan sumido y logremos «revertir» el orden de la creación, anticipando ya aquí el cielo prometido.

Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón

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