En Cartas de nuestro Obispo

Cuando una pareja se acerca hasta el altar para sellar su amor como sacramento, expresa de forma sublime la misma comunión de amor trinitaria. Un verdadero misterio para quien no logra mirar la vida con los ojos del corazón de Dios.

El Amor de Dios es tan fulgurante que nos cegaría, por eso necesitamos «gafas» protectoras (mediaciones). A Dios no se le oye con los oídos, tampoco se le ve con los ojos. A Dios sólo se le siente: ilumina y da sentido a todo. Es fácil reconocerlo. Se percibe su perfume de armonía, de equilibrio, de transparencia…

Sus irradiaciones, sus destellos, sus reflejos se hacen perceptibles —para quienes aciertan a usar las mediaciones («gafas») adecuadas— en la propia vida cotidiana. Un reflejo de ese amor divino suele ser la ternura, la bondad, la sensibilidad, la entrega, la cercanía, el afecto, etc. que se vislumbra, por ejemplo, en la relación de una pareja que se quiere. No se puede vivir sin amar. ¡Bien lo sabéis! Tampoco sin ser amados ni aceptados. ¡No os conforméis con sucedáneos! Amad “como Él (Jesucristo) nos amó”, hasta que duela. Y notaréis la diferencia. Su amor fue gratuito -Él nos amó primero-, incondicional, universal, redentor, radical, imperceptible…

No es fácil aprender a mirar la vida desde dentro y hacia arriba… ¡Es todo un proceso! Vuestro amor sólo se hará eterno cuando seáis capaces de “mirar la vida desde el corazón del otro” porque sólo así lograréis desdibujar los linderos de lo mío y lo tuyo para que emerja con fuerza lo nuestro. El amor, bien lo sabéis, va madurando y haciéndose más fecundo a medida que avanza el tiempo. ¡No lo aprontéis…! Tiene también su ritmo, su tiempo, sus estaciones:

Amor de primavera: El de los brotes nuevos, el de las esperanzas gozosas, el de las ilusiones sin estrenar. Vividlo, saboreadlo sin prisa, disfrutando cada instante, descubriendo en él el mayor regalo que Dios os pudiera ofrecer. Conoceos, seducíos, amaos, permitid que prenda en vosotros la
amistad.

Amor de verano: El de los frutos en sazón, cuando la familia crece, cuando marido y mujer se conocen en profundidad, cuando los hijos ya juegan por casa y traen alegrías y preocupaciones. Vividlo en plenitud, conscientes de vuestra fecundidad y satisfechos de ver cumplidos vuestros
sueños de ayer.

Amor de otoño: Cuando por fuera la vida ya no atrae tanto, cuando los hijos buscan nuevo hogar. Redescubrid el sentido más hondo y profundo de vuestro amor, del amor desnudo de signos y palabras que llena y da sentido a lo que hemos sido y hecho por los hijos y por los hombres.

Amor de invierno: El del atardecer, cuando la vida ha perdido mucho vigor externo y sólo queda la intimidad, el silencio, el amor personal, el amor real, puro, que nos transciende y nos funde en Aquel que es el Amor eterno.

Con mi afecto y bendición,

Ángel Pérez Pueyo

Obispo de Barbastro-Monzón

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