En Cartas de nuestro Obispo

En este cambio de paradigma en el que estamos inmersos, hemos confiado algunos servicios técnicos a profesionales laicos, con el fin de que los sacerdotes que trabajaban en la Curia puedan dedicarse íntegramente al ámbito pastoral. Así logramos no sólo una mayor eficiencia y profesionalidad en la gestión, sino, sobre todo, hacer sostenible la Diócesis. La historia que es maestra de la vida nos enseña cómo todo cambio de paradigma se produce cuando somos capaces de hacer una lectura de los acontecimientos desde una óptica nueva. ¿No fue acaso esto lo que hizo Jesús con
aquellos discípulos de Emaús (Lc 24, 25)? El dolor, la frustración, el posible sentimiento de culpa, sus miedos, sus fugaces esperanzas y sus muchas preguntas…, como las que podamos tener ahora nosotros, fueron recogidas por Aquel desconocido y resituadas en una historia mucho más amplia que trasciende los límites del tiempo y se extiende hasta la eternidad… La Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, leídas en clave vocacional, nos permiten sin duda extraer principios, líneas, criterios pedagógicos verdaderamente iluminadores.

Pero este cambio de mentalidad, a mi entender, pasa necesariamente por la renovación interior del clero diocesano, que está llamado a ser el alma y motor de la «vocacionalización» de las comunidades, grupos y movimientos apostólicos. Ciertamente los frutos son todavía demasiado exiguos. Es verdad que las leyes matemáticas no siempre se ajustan a los cálculos de la Providencia… Las semillas esparcidas al viento tienen su propio lugar -muchas veces paradójico- y su ritmo adecuado para madurar y fructificar. Si logramos ser pacientes e impulsamos comunidades que integren la dimensión vocacional en toda actividad pastoral irá emergiendo paulatinamente una Iglesia toda ella ministerial, como señalaba ya el Concilio Vaticano II, que favorezca la complementariedad y la colaboración recíprocas, que valore los distintos ministerios y carismas que el Espíritu suscita.

En cada comunidad de vida y de fe habría que garantizar que cada bautizado pudiera hacer crecer y madurar su propia vocación cristiana. Solo así nuestras comunidades, compuestas por personas vocacionadas que tienen un lugar y una misión que desarrollar; no solo acogerían con gratitud su propia vocación y la desarrollarían sino que se convertirían además en verdaderas mediaciones para la llamada de otros, también a la vida consagrada y al ministerio presbiteral. Los nuevos movimientos laicales o institutos eclesiales que integran en su seno laicos, consagrados y sacerdotes,
son ya un indicio tenue pero fehaciente de esta nueva floración vocacional. No cabe duda de que este rebrote vocacional está cristalizando en nuevas formas donde vivir la propia fe.

Con mi afecto y bendición,

Ángel Pérez Pueyo

Obispo de Barbastro-Monzón

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