La palabra de Dios es:
- Un sacramental (lugar privilegiado para el encuentro con Jesús ya que está llena de su presencia; fuente fiable de sentido de todo cuanto ha hecho y dicho…) que, como tal, hace presente lo que expresa. El poder de la Palabra radica no en cómo la podamos aplicar, una vez oída, a nuestra vida sino en su capacidad de transformación, que realiza su obra divina mientras escuchamos.
- Viva porque la pronuncia un Dios de vivos, un Dios de presencia cercana y continua en la historia de los que ama.
- En la que sobresale el perfil de una esperanza alternativa a los cansancios, desilusiones y tragedias de tantas oportunidades perdidas y desaprovechadas, de tantos desprecios infligidos al otro visto como adversario.
- Que denuncia con fuerza la derrota de la confianza en la acción salvadora de Dios.
- Que ilumina las maldades de las que hemos sembrado nuestra historia.
- Que sorprende nuestro apego a egoísmos, traiciones propias y ajenas, que arroja luz sobre las oscuridades de la duda que sembramos en torno a la acción del Dios vivo en nuestra historia y en la historia de los demás.
- En su aparente invariabilidad y anclaje en lo arcaico, es y será instancia de memoria de que Dios ha pasado a nuestro lado, de que Dios sale a mi encuentro como acompañante respetuoso de mis miedos, como conversador atento a mis necesidades, como amigo de gesto pronto, cariñoso y comprensivo de mis caídas y pasos en falso.
- Sanadora en y a través de nuestra escucha, aquí y ahora.
- Nos convierte en parte de la gran historia de nuestra salvación. Nuestra pequeña historia es integrada en la gran historia de Dios, en la que se les asigna un lugar único.
- Más que letra, la Palabra como corriente de la que extraer tantas gotas frescas para la piel reseca de mi espíritu.
Sin la Palabra, que nos eleva a la categoría de personas escogidas por Dios, nos quedamos o nos convertimos en pequeñas y pobres personas atrapadas en la miserable y dolorosa lucha diaria por sobrevivir. Sin la Palabra que hace arder nuestros corazones, no podemos hacer mucho más que regresar a casa, resignarnos ante el triste hecho de que no hay nada nuevo bajo el sol. Sin la Palabra, nuestra vida apenas tiene sentido, vitalidad ni energía. Sin la Palabra, no pasamos de ser personas insignificantes, con inquietudes insignificantes, que viven una vida insignificante, y mueren una muerte no menos insignificante. Sin la Palabra, no habrá generaciones que nos llamen bienaventurados. Sin la Palabra, nuestros esporádicos dolores y tristezas pueden extinguir el Espíritu dentro de nosotros y hacernos víctimas de la amargura y del resentimiento. Necesitamos la Palabra que nos hace reconocer su presencia y nos da el valor necesario para liberarnos de nuestra dureza de corazón y ser agradecidos.
Con mi afecto y bendición
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón