La condición laical se diversifica y concreta en una multiplicidad admirable de vocaciones. Tres de ellas adquieren una especial consideración en este ámbito del paradigma teológico: la de la mujer, la del matrimonio y la familia, y la «consagrada».
La conciencia de que «la mujer… tiene una específica vocación ha ido creciendo y haciéndose cada vez más amplia y profunda en el período postconciliar». Si la primera indicación y señal de toda vocación humana y cristiana es la condición sexuada, porque en ella y por ella Dios marca rumbo y orientación fundamental en la vida a cada persona, la mujer –y lo mismo hay que afirmar en relación al varón– tiene en su misma condición de mujer un medio simbólico-sacramental manifestativo de la realidad de Dios (el Dios Padre-madre), del misterio de Cristo (cabeza-esposo) y de la Iglesia (esposa-madre).
Por otra parte, la primera realidad secular es la bipolaridad sexual, hombre y mujer, por la que la humanidad es configurada como «imagen de Dios» para asegurar la colaboración humana en el proyecto creador-multiplicador de la especie y en la sacramentalización de la relación trinitaria.
Hoy cada vez más se tiende a comprender la vocación a partir de lo que se conoce como la «razón simbólica», frente a la consideración tradicional que ponía el acento y la peculiaridad en la «razón instrumental». Desde esta perspectiva, hay que afirmar que «si es verdad que la mujer puede hacer lo mismo que el varón, es más verdad que nunca significará lo mismo. Entre los dones peculiares de la femineidad en referencia al ámbito de la nueva evangelización, hay que señalar el de la propia dignidad de la mujer frente a la consideración habitual «como una cosa, como un objeto de compraventa, como un instrumento del interés egoísta o del solo placer» (ChL 49); el de dar «plena dignidad a la vida matrimonial y a la maternidad, ayudando al varón –marido o padre– a superar formas de ausencia o presencia episódica y parcial» y aún más, a «involucrarse en nuevas y significativas relaciones de comunión interpersonal» (ChL 51); el de «asegurar la dimensión moral de la cultura», hacer que la cultura sea «digna del hombre, de su vida personal y social, especialmente en la relación con la mujer» (ibid.); el del «cuidado del hombre», de la persona humana. «Dios creador ha confiado el hombre a la mujer.
Es cierto que el hombre ha sido confiado a cada hombre, pero lo ha sido en modo particular a la mujer, porque precisamente la mujer parece tener una específica sensibilidad –gracias a su especial experiencia de su maternidad– por el hombre y por todo aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la vida» (ChL 51).
Con mi afecto y bendición
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón