En el lenguaje eclesiástico oficial y en el pastoral se habla mucho de «vocaciones específicas». Con ello se indica de ordinario las vocaciones sacerdotal y consagrada, para distinguirlas de la vocación «común» considerada como genérica. Pero cada vez se descubre más lo inadecuado de este uso. La vocación laical no es la vocación común a todos los cristianos, no es una vocación «genérica», sino con toda propiedad y verdad una vocación específica, de una especie diferente, propia y peculiar de un conjunto de cristianos llamados por Dios para enriquecer el cuerpo eclesial con una funcionalidad peculiar, y mediante ella hacer presente y efectiva en la historia aspectos esenciales del misterio de Dios, de Cristo y de la Iglesia que no pertenecen ni pueden ser manifestados por ninguna otra vocación. Veamos alguno de sus rasgos:
a) La índole secular, carácter específico de la vocación del laico. La especificidad designa algo que es de todos y para todos, pero que es puesto de relieve de una manera peculiar y propia por esa vocación. La especificidad de la vocación laical se ha definido a partir del Concilio y, según él, tiene una modalidad de actuación y de función que «es propia y peculiar». Tal modalidad se designa con la expresión ‘índole secular’.
La índole secular implica, en primer lugar, lo que se ha conocido como el «lugar teológico» de su existencia; el mundo es para los laicos su lugar propio y su específico lugar eclesial. En segundo lugar, implica que han sido enviados y destinados, desde la Iglesia y por la Iglesia, al mundo, para poner de relieve el profundo sentido trinitario y cristológico del mundo, la honda, extensa, íntima y profunda presencia de Dios en el corazón del mundo, en sus estructuras y funcionamiento. Y supone, en tercer lugar, que asumen en nombre de toda la Iglesia, llamada y enviada a transformar el mundo, la tarea fundamental de hacer de este mundo un hogar para los hombres a la luz del misterio trinitario.
b) La funcionalidad o significación específica de la vocación laical. El servicio evangelizador que los laicos prestan al mundo en nombre de toda la comunidad eclesial y en virtud del mandato recibido de Cristo en el bautismo es, como se decía de manera sintética ya en el Concilio y fue recogido magistralmente por Pablo VI en la encíclica Evangelii Nuntiandi, «poner en práctica todas las posibilidades evangélicas, escondidas y a la vez presentes y actuantes en las cosas del mundo».
Este servicio tiene lugar y se realiza en cuanto que pone de relieve o visibiliza –»sacramentaliza», se podría decir a partir de la categoría que, como vimos, mejor define a la Iglesia: la de ser sacramento de la salvación– algunos aspectos esenciales del misterio de Dios, de Cristo, de la Iglesia y de la condición escatológica del existir cristiano.
Con mi afecto y bendición
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón