La vida religiosa, de la que venimos hablando estos días, está marcada por una serie de rasgos existenciales que paso a reflejar de forma esquemática:
A) De la agitación de lo apostólico al sosiego de la contemplación.
B) De la clausura a la inserción eclesial y social, a través de cuatro líneas. Por un lado, la nueva evangelización, obra de toda la Iglesia, en la que cada vocación tiene su lugar propio, su función y su cometido específico. Hay que estar pendientes de algunas señales: evitar la superposición de carismas en el mismo territorio, intercongregacionalidad, eliminar toda apariencia empresarial. En este contexto, el obispo es el responsable último de la misión: descubre, valora y potencia todos los carismas. Estos carismas no se diluyen, se diocesanizan
C) Del centro a la periferia: inserción y opción por los pobres, habitar en el límite, en la frontera, plantar la tienda entre los pobres. Esto supone un modo de estar con ellos, junto a ellos, entre ellos. El cambio de residencia ya es evangelizador. Hablamos de la espiritualidad de éxodo. La inserción genera la cultura de la solidaridad, presta un doble servicio: lamentación, consolación.
D) De la seguridad de una vida reglada a la actitud del discernimiento permanente. Habitar en la voluntad del Padre. Opción por el Absoluto de Dios.
E) De la cohabitación a la calidad y calidez de las relaciones interpersonales. Escuela de convivencia y relación humana (sin caer en «comunidad-nido»). Cada comunidad religiosa es un verdadero hogar. Compartir todo y de forma continua (hasta la muerte). Compartir = dejar entrar al otro. Clima de relación interpersonal profundo y cordial. Es necesaria una comunicación abierta, plena, transparente (perdón mutuo, descentramiento, información mutua de lo que se vive y se trabaja, sentimientos, comunicación de situaciones familiares, compartir amistades, compartir la Palabra), cuidado de las personas, la vivencia en comunidades/fraternidades interraciales, interculturales; la importancia del humor, la sonrisa, manifestación de alegría.
La meta no es otra que ser testigos del Absoluto de Dios, de su primacía, de su señorío… ¿Cómo podemos visibilizarlo? En primer lugar, por la gratuidad: siendo testigos y testimonio de la vida como don y gracia. En segundo lugar, advirtiendo la presencia de Dios en el rostro del hermano, como icono de Cristo trasfigurado. En tercer lugar, siendo profecía de la humanidad nueva. Y en cuarto, viviendo la fraternidad como un microcosmos de la comunión.
Con mi afecto y bendición
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón