El sociólogo alemán Z. Bauman define nuestro tiempo como una «sociedad líquida» donde se ha pasado de los grandes principios a la fragmentación de la vida y precariedad en los vínculos humanos. Una sociedad individualista, de relaciones efímeras donde no se mantiene ni la lealtad ni el compromiso adquirido. Hombres y mujeres líquidos, sin ataduras ni en el amor ni en la forma de vida. Ciudadanos del mundo pero de ningún lugar concreto.
Este proceso de «deconstrucción de la cosmovisión cristiana» de la vida lleva al desmoronamiento de los valores que la sostenía. Ahora lo que priman son las emociones y sensaciones que inexorablemente le conducen a la desvinculación, la desconfianza y el enfrentamiento.
Este empobrecimiento espiritual va emparejado con la pérdida de sentido y desemboca en el vacio existencial, en el aburrimiento, en no ser capaces de saciar la sed de felicidad que sólo Dios ofrece al ser humano.
La vida humana se enriquece con el conocimiento y la aceptación de Dios, que es Amor y nos mueve a amar a todas las personas. Y esta experiencia de ser amados por un Dios que es Padre nos conduce a la caridad fraterna y, a la vez, el amor fraterno nos acerca a Dios. Esta es la gran paradoja. Nuestro gran secreto, cómo la vivencia religiosa, la fe en Dios, aporta claridad y firmeza en nuestra vida.
Termino con esta historia que evoca cuál debe ser la presencia del cristiano en nuestra sociedad, en nuestra Diócesis. Cómo debemos reaccionar ante las contrariedades que la vida nos depare.
Una hija se lamentaba ante su padre por qué la vida no le sonría. Su padre, chef de cocina, la puso frente a los fogones y llenó tres ollas con agua. En una colocó unas zanahorias, en otra unos huevos y en la última colocó unos granos de café. Las dejó hervir. A los veinte minutos el padre apagó el fuego. Sacó las zanahorias y las colocó en un recipiente. Sacó los huevos y los colocó en otro. Coló el café y lo puso en una jarra. Mirando a su hija le pidió que tocara las zanahorias. Ella lo hizo y notó que estaban blandas. Luego le pidió que tomara un huevo y lo rompiera. Después de quitarle la cáscara, observó que estaba duro. Luego le pidió que probara el café y disfrutara de su rico aroma.
Los tres elementos se habían enfrentado ante la misma adversidad: ¡agua hirviendo!, pero habían reaccionado de forma diferente. La zanahoria llegó al agua siendo fuerte y dura. Pero después de pasar por el agua hirviendo se había vuelto débil, fácil de deshacer. El huevo había llegado al agua siendo frágil. Su cáscara fina protegía su interior líquido. Pero después de estar en agua hirviendo, su interior se había endurecido. Los granos de café sin embargo fueron los únicos que lograron cambiar el agua.
Los cristianos, hemos sido colocados en corazón del mundo para transformarlo, colorearlo y darle sabor. El café cambia el agua, aunque suponga tener que disolverse. El café alcanza su mejor sabor en su punto de ebullición… así tiene que suceder este curso en nuestra Diócesis con los que nos llamamos cristianos, cuanto peor se pongan las cosas, mayor tiene que ser nuestra entrega y vaciamiento interior para que nuestra vida mejore nuestro entorno.
Feliz y fecundo curso a todos.
Ángel Javier Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón