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Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,2-11):
En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti.» Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»
Palabra del Señor
Celebrar el cuarto domingo del tiempo de Adviento, es estar a las puertas de la navidad, y esto nos invita a preguntarnos si, ¿ya estamos preparados para qué Jesús sea permanentemente el Emmanuel, el Dios con nosotros?
En el antiguo testamento, los israelitas fueron desarrollando una imagen de Dios lejana y terrible, para ellos Dios era ese personaje todopoderoso, que de vez en cuando dejaba ver su acción devastadora en la tierra, ellos tenían en su imagen al Dios que castigaba: ya fuera expulsando del paraíso, enviando un diluvio devastador, haciendo llover fuego y azufre, sometiéndolos a la esclavitud de los egipcios, haciéndoles vivir el destierro de Babilonia, o apuntando en el libro de la vida todos los errores humanos, para luego cobrarlos con severidad.
Cuando el profeta Isaías, les habló por primera vez del Emmanuel, ni lo entendieron, ni se preocuparon por eso. Cuando, en el pasaje de la Anunciación, el ángel habla del Emmanuel, José y María, fueron los primeros sorprendidos, ellos a pesar de ser los directamente escogidos, para recibir en su casa al Dios con nosotros, no estaban preparados, pero su fe y su docilidad al Espíritu Santo, les permitió ir comprendiendo este misterio maravilloso.
El embarazo de una joven, en los tiempos de María y de José, era un problema tan grande que hoy no logramos imaginarlo, José pensó en apartarse del problema y sufrirlo en silencio, pero el ángel del Señor, le multiplica el problema, le pide que acoja a la madre y desde luego al niño, que no es cualquier, niño, sino el Emmanuel, el Dios con nosotros. Seguramente José se preguntó: y ¿Cómo voy a tener permanentemente a Dios en mi casa, cómo lo voy a tratar y si se trata de educarlo, cómo puede ser eso?
El problema de José es el problema de los cristianos, y de la humanidad. Es fácil tener un Dios que viva en las alturas, o que por muy cerca esté allá en el templo, pero un Dios tan cercano, en nuestra casa, mirándonos y oyéndonos día y noche, un Dios que se meta tanto en nuestra vida, que cuestione cada uno de nuestros actos y como si fuera poco un Dios que vive en cada persona, en los de nuestra familia, en los vecinos y en todos, especialmente en los más pobres, no es fácil de soportar.
El Emmanuel, quiere acercarse más a nosotros, quiere nacer cada día en nuestra vida, pero como quiere comprometernos tan profundamente, hemos decidido evadirlo y para eso nos hemos ideado muchas formas: Es mejor hablar de Santa Claus, que solo viene un momento cada año y nos alegra la vida; en lugar de navidad, hablamos de fiestas que llevan directo al consumo sin límites y eso nos hace felices; no hablamos de los millones de personas que mueren de hambre en el mundo, mejor hablamos de los millones de luces con las que alumbramos las ciudades en este tiempo; no hablamos del nacimiento de Jesús, hablamos mejor de los millones que produce el turismo y el consumo en este tiempo de fiestas.
La verdadera actitud cristina, la única que debemos asumir es la de José y María: aceptar a Jesús en nuestra vida y asumir todas las consecuencias, dejar que Él transforme nuestra vida, dejar que nuestros pensamientos y actitudes sean los suyos. Dejar que Él sea, el Dios con nosotros.
Rafael Duarte Ortiz