In Reflexión Dominical

Lectura del santo evangelio según san Juan (Jn. 8, 1-11) 

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se le acercaba; y él, sentado entre ellos, les enseñaba.

Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que dices?”

Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo.

Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él.

Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”.

Palabra del Señor.

 

Estamos llegando al final del tiempo de Cuaresma y en este quinto domingo, la palabra del señor, nos recuerda que todos somos pecadores y en consecuencia no tenemos derecho a juzgar a nadie.

Jesús nació y creció en medio de la comunidad judía y como judío que era, tuvo que aprender sus leyes y asumir sus costumbres, sin embargo en la medida en que fue creciendo y conociendo la realidad que lo rodeaba, empezó a hacer notar su preocupación, por enseñarnos que Dios es nuestro padre; y no cualquier padre, sino el que se identifica con el amor misericordioso, con la comprensión, y con la infinita capacidad de perdonarnos y devolvernos la dignidad de hijos.

El evangelio de este domingo no es una parábola, de las que Él utilizó, para mostrarnos como es Dios; Lo que sucedió fue un hecho real en la vida de Jesús, el evangelista lo narra con tiempo y lugar: “Era el amanecer y Jesús se trasladó desde el huerto de los Olivos, hasta el templo de Jerusalén, para enseñar a la gente”. En ese momento un grupo de fariseos y maestros de la ley, trajeron a una mujer sorprendida cometiendo adulterio, a la que amparados en la ley de Moisés, iban  a matar a pedradas, pero antes de lapidarla, pusieron  a prueba a Jesús preguntándole: “¿Tu que dices?”.

Jesús se queda un rato en silencio, hace como que escribe en el suelo, quiere darles tiempo de pensar. Él sabe claramente que esa mujer y todos los que vienen detrás con piedras en las manos, son hijos de Dios, también sabe que esa mujer y toda la multitud son pecadores, por eso no desperdicia el momento para mostrarles a ellos y a todos nosotros el rostro misericordioso de Dios. ¿Quién puede tirarle la primera piedra? ¿quién está libre de pecado? ¿Quién puede condenarla? “Ninguno Señor”, es lo único que dice la mujer, cuando todos se han marchado. Y Jesús el único que podía condenarla, lo que hace es perdonarla: “Yo tampoco te condeno, vete en paz y no vuelvas a pecar”.

Antes de tomar las piedras en las manos, antes de señalar con el dedo a los demás, debemos examinar nuestra propia vida, sabiendo que no estamos libres de pecado y que muy posiblemente aquellos que nos rodean, son más justos que nosotros mismos. Este tiempo de cuaresma es similar al tiempo que se tomó Jesús para escribir en el suelo, es decir, él nos está dando tiempo, para que pensemos, para que examinemos nuestra vida, y sobre todo para que aceptemos la invitación de nuestro padre al verdadero cambio de vida.

La conversión no es fácil, suele ser un camino largo y exigente, que nos pide mirar hacia nosotros, reconocer nuestros errores, romper con ellos y buscar el camino de la justicia, del amor y la verdad. El relato del evangelio no termina diciendo si ese grupo de hombres justicieros, se convirtieron, pero si deja claro que reconocieron su pecado y se alejaron. La única actitud válida para nosotros los seguidores de Jesús, va mucho más allá: Reconocer que somos pecadores, posiblemente más que los demás, aceptar que, el único que nos purifica es Dios con su perdón; y con el firme propósito de asumir una vida nueva, entregarnos en sus brazos de Padre misericordioso, que quiere devolvernos nuestra dignidad de hijos. Rafael Duarte Ortiz

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