In Cartas de nuestro Obispo, General, Notas de Prensa

¿Recordáis cómo comenzamos cada eucaristía? Después del saludo del celebrante, comenzamos suplicando la misericordia de Dios. Probablemente no hay en la historia del cristianismo otra oración tan frecuente e íntimamente repetida como la súplica «Señor, ten piedad». Pero sólo es posible articular este grito cuando estamos dispuestos a confesar que de algún modo nosotros mismos tenemos algo que ver con nuestras pérdidas. La petición de la misericordia de Dios brota de un corazón que sabe que esa imperfección humana no es una condición fatal de la que somos tristes víctimas, sino el fruto amargo de la decisión humana de decir «no» al amor.

Celebrar la Eucaristía exige de nosotros vivir en este mundo aceptando nuestra corresponsabilidad por el mal que nos rodea y nos invade. El ¡Señor, ten piedad! debe brotar de un corazón contrito. En contraste con un corazón endurecido, un corazón contrito no acusa sino que reconoce su propia parte de culpa en el pecado del mundo y, por eso mismo, está preparado para recibir la misericordia de Dios. O si no, explicadme: ¿cómo es posible comenzar una celebración de acción de gracias con un corazón roto?

Pero no es menos verdad que tampoco es posible afrontar pecado alguno sin el conocimiento de la gracia. No podemos lamentar ninguna pérdida sin una cierta intuición de que vamos a encontrar nueva vida. Por supuesto que todos anhelamos un mundo mejor, a todos nos gustaría que nuestra institución fuera más coherente y evangélica, que nuestra comunidad fuera realmente un hogar donde pudiéramos vivir en paz y armonía… Pero hemos de admitir la verdad: ahora sabemos que todo eso no es más que una pura ilusión. Nuestra incapacidad para poder cambiar de carácter y de costumbres, nuestras envidias y resentimientos, nuestros accesos de ira y de venganza, nuestra violencia incontrolable, las infinitas muestras de crueldad humana…

También somos conscientes de los crímenes, torturas, guerras, explotaciones de nuestro mundo… todo eso nos ha hecho ver la amarga verdad de que nuestra ingenua y fresca esperanza ha sido crucificada. Y sin embargo, las otras historias están ahí: historias de personas que lo vieron de forma distinta; historias de gestos de perdón y reconciliación; historias de bondad, de belleza y verdad… Y cuando entramos en lo profundo de nuestro corazón constatamos que, que por debajo de nuestro escepticismo y nuestro cinismo, hay un ansia de amor, de unidad, de comunión que no desaparece jamás.

Es la primera de las mediaciones para ver al Resucitado. ¡Señor, ten piedad…! He aquí la oración más sencilla y a la vez más profunda que no deja de brotar de nuestro ser. Es la oración que desde hace años también yo vengo utilizando.

Con mi afecto y bendición

Ángel Pérez Pueyo

Obispo de Barbastro-Monzón

Start typing and press Enter to search