En Reflexión Dominical

Jn (20, 19-31)

En este segundo domingo de Pascua, también llamado de la Divina Misericordia, contemplamos a Jesús resucitado que viene hasta nuestra casa para librarnos del miedo y para ayudarnos a superar nuestras dudas en la fe. Intentemos imaginar lo que vivieron aquellos discípulos de Jesús que permanecieron firmes hasta el final, en el seguimiento del maestro. Nos encontramos con un número reducido, conformado por su familia, los once apóstoles, algunas mujeres encabezadas por María Magdalena y unos cuantos que lo siguieron en silencio para no comprometerse.

Eran tan pocos que se podían esconder en una casa y asegurar muy bien las puertas, porque estaban llenos de miedo. Fuera se escuchaba el murmullo de los judíos, dispuestos a crucificar a todo el que se proclamara simpatizante del Nazareno. El único que podía vencer el miedo y llenarlos de fortaleza era Jesús. Pero a Él lo habían visto morir en la cruz, abandonado hasta de Dios, a quien llamaba Padre. Por más que algunos hablaban de apariciones, ellos no daban crédito, porque estaban aterrorizados y su fe se les había convertido en duda, aunque ninguno lo manifestaba abiertamente, hasta que Tomás lo hizo por todos ellos y quizá por muchos de nosotros.

Desde el mismo momento de la resurrección, Jesús siempre estuvo con ellos, aunque solo se dejara ver en algún momento fugaz. Él había prometido permanecer siempre con ellos y nunca dejó de cumplirlo. Seguramente, en el momento de su mayor miedo y angustia, fue cuando, de pronto, se presentó en medio de ellos y los llenó de paz, de alegría, de seguridad y de fe. Ese día, providencialmente, no estaba Tomás, al que le hemos endilgado el título de “incrédulo”, pese a que él sólo exteriorizó lo que estaban viviendo todos los demás discípulos y con ello, puso de manifiesto lo débiles que somos en nuestra fe.

El encierro que estamos viviendo los habitantes de la casa común en este momento seguramente no es comparable con el que vivieron los discípulos del Señor en Jerusalén, hace dos mil años, pero con toda seguridad, de allí sacamos luz para iluminar nuestra vida. Hoy por culpa de un virus, estamos encerrados, no podemos negar que tenemos miedo, no queremos que nos atrape y, seguramente, nos preguntamos: ¿Por qué Dios no ha destruido este virus? La respuesta de Jesús sigue siendo la misma; Él siempre ha estado con nosotros, nunca nos ha dejado solos. A pesar de que le hayamos cerrado bien la puerta, Él ha entrado y, silenciosamente, ha permanecido ahí, en nuestra casa, en nuestra vida.

Cristo resucitado es nuestra vida. Él ha vencido a la muerte y ha conseguido para todos sus seguidores una resurrección como la suya. Como Tomás, también tenemos dudas, y así como él quiso meter el dedo en los agujeros que dejaron los clavos, nosotros también quisiéramos ver que Jesús extingue este virus inmediatamente; pero Jesús nos sigue diciendo: “aquí están mis manos y mis pies”, nunca he estado lejos de vosotros, aunque me habéis cerrado la puerta de vuestra casa y de vuestro corazón, aunque os habéis olvidado de mí, de mi palabra, de los pobres y de todas las enseñanzas que os di, nunca os he dejado solos, ni os dejaré. Vosotros encargaos de las necesidades de los pobres, que yo me encargaré de las vuestras.

Rafael Duarte Ortiz

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