En Notas de Prensa

Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-14

Cincuenta días después del inesperado acontecimiento de aquella Pascua, los judíos celebraron la fiesta de Pentecostés. En esta fiesta el Espíritu Santo empapó a los apóstoles y empezaron a anunciar abiertamente la resurrección de Jesús. Su predicación provocó en muchos judíos la confesión de fe en Jesucristo resucitado. Esta confesión de fe, en forma de catequesis, circuló inmediatamente por las primeras comunidades de discípulos que iban surgiendo. Pablo, después de su encuentro con Jesucristo en el camino y de su conversión, recibió esta misma catequesis, cuando llegó a Damasco, de boca de un tal Ananías, que debía decirle lo que tenía que hacer. Aún no habían pasado veinte años desde la resurrección que ya se utilizaba en todas las comunidades una fórmula escueta y precisa de confesión de fe. Pablo da cuenta de ella en su primera carta a los corintios, donde les recuerda: ”Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día; que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce…“

La confesión de fe en el Resucitado se fundamentó en los relatos de sus apariciones, que enseguida circularon por las comunidades. Durante estos días de la octava de Pascua, la liturgia nos vuelve a narrar esas apariciones. Hoy, a María Magdalena, según el relato del evangelista Juan (Jn 20, 11-18). Hay en él un par de detalles entrañables y útiles para afianzar nuestra fe en el Resucitado. Por de pronto, a María le ocurre lo mismo que a los destinatarios de otras apariciones, que iremos recordando en los próximos días: de entrada no reconoce que la persona que tiene delante es Jesús. María lo toma por el hortelano; ella aún no está a punto para creer que Jesús ha resucitado, porque le dice: ”Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y lo recogeré“. Sólo cuando el Maestro exclama: ”¡María!“, ella reconoce el tono cálido de su voz, cae en la cuenta de que es Jesús y responde con un expresivo ”¡Rabboní!“ (Maestro) con el que le hablaba habitualmente. Esto significa algo; como decía el Domingo de Pascua, el Resucitado ya no pertenece a este mundo, aunque está en él de manera real y es el mismo que murió colgado en la cruz. La vida del Resucitado apunta a una dimensión nueva, definitiva, que a los seres humanos nos cuesta descubrir y aceptar.

Lo mismo que nos cuesta aceptar que la crisis del coronavirus nos está descubriendo nuevas dimensiones de nuestra existencia a las que no veníamos prestando demasiada atención, como son: nuestra fragilidad, la importancia de lo solidario, la necesidad de un género de vida más senillo y menos competitivo e individualista. Estamos suspirando por volver a nuestra vida anterior, y tal vez tengamos que empezar a pensar en ensayar otro modo de vida comunitaria. El Resucitado vive, pero no con el modo de vida anterior a su crucifixión. Vive en una nueva dimensión, que en un primer momento le hace irreconocible.

El otro detalle es el encargo de ser ella quien anuncie a los discípulos: ”He visto al Señor y me ha dicho esto“, como ayer comenté a propósito de esa novedad que Jesús introdujo: hacer que las mujeres fueran los primeros testigos de su resurrección. Oremos hoy con este himno litúrgico del tiempo de Pascua, tan cargado de sugerencias para serenar nuestro espíritu y sembrar paz en el corazón:

Alegría!, ¡alegría!, ¡alegría!
La muerte en huida,
ya va malherida.
Los sepulcros se quedan desiertos.
Decid a los muertos:
“¡Renace la Vida,
y la muerte ya va de vencida!”
Quien le lloró muerto
lo encontró en el huerto,
hortelano de rosas y olivos.

Decid a los vivos:
“¡Viole jardinero
quien le viera colgar del madero!”
Las puertas selladas
hoy son derribadas.
En el cielo se canta victoria.
Gritadle a la gloria
que hoy son asaltadas
por el hombre sus “muchas moradas”.

Pedro Escartín Celaya

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