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NOTA: Las reflexiones para el ángelus, del 16 al 30 de marzo, están disponibles en https://www.diocesisbarbastromonzon.org/pastoral/otros-recursos/
El capítulo octavo del evangelio según san Juan recoge una intensa diatriba entre Jesús y los judíos, que comenzó después del episodio con la mujer adultera, que comenté el lunes pasado, y terminó con otro episodio significativo: la curación de un ciego de nacimiento. En el fragmento que en este miércoles de la V semana de Cuaresma se proclama en la Eucaristía como lectura evangélica (Jn 8, 31-42), nos encontramos con una discusión particularmente virulenta, en principio entre Jesús y los judíos que habían empezado a seguirle. Según los expertos en el estudio de la Biblia, en esta discusión también se refleja la confrontación entre la primera comunidad cristiana y el judaísmo dominante durante el primer siglo de nuestra era o, si ampliamos la mirada a lo largo de la historia, entre la fe y la increencia.
En el trasfondo de esta discusión late una actitud que Jesús quiere poner de manifiesto: No basta con entusiasmarse con Él y con el movimiento surgido en torno a su persona, que le acepta como un Mesías profético y, en cierto modo, político y liberador del dominio del imperio romano; hay que dar el paso a reconocerlo como Hijo de Dios, cuyo mesianismo es de servicio y no de poder: “como el Hijo del Hombre, que ha venido a servir y dar su vida en rescate por muchos”. Esta tendencia a entusiasmarse con Jesús como un líder social, revolucionario o ecologista también ha aparecido en los tiempos modernos. Baste recordar el atractivo suscitado durante la segunda mitad del siglo pasado por musicales tan exitosos como “Godspell” o “Jesucristo super star”, que entusiasmaban a la juventud, pero no presentaban la verdadera historia del hombre Jesús de Nazaret, que en definitiva es Hijo Dios.
Frente a toda tergiversación, Jesús se atrevió a afirmar: “Si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”. Con ello advertía a sus seguidores que ya no bastaba la Ley de Moisés, como afirmaba el judaísmo; ni que sólo el respeto al orden natural de las cosas haría al hombre libre, como pensaban los estoicos; y mucho menos, la libertad con la que soñaban los zelotes (independentistas de aquel tiempo), que pretendían lograr mediante la rebelión contra Roma. La libertad de la que Jesús habla va más lejos y tiene su origen en Dios: es la libertad de quien se arriesga a hacer el bien, a servir y a amar, aunque eso resulte arduo, arriesgado y contracorriente, porque es Dios quien le sostiene y quien primero le ha amado con la ternura con la que una madre ama a la criatura de sus entrañas.
Esta libertad, este amor, es el que se nos pide en los tiempos de coronavirus para seguir secundando las prescripciones sanitarias no sólo por interés personal, sino también por respeto a los demás; para seguir ayudando a quienes nos necesitan, aunque resulte laborioso o arriesgado; para seguir agradeciendo el trabajo de todos los que mantienen activos los servicios esenciales; para no perder el ánimo y seguir confiando en que Jesús calmará la tempestad… Se lo pedimos con este canto, convertido en oración:
Cristo nos da la libertad; Cristo nos da la salvación;
Cristo nos da la esperanza; Cristo nos da el amor.
Cuando luche por la paz y la verdad la encontraré.
Cuando cargue con la cruz de los demás me salvaré.
Dame, Señor, tu Palabra. Oye, Señor, mi oración.
Cuando sepa perdonar de corazón, tendré perdón;
cuando siga los caminos del amor, veré al Señor.
Dame, Señor, tu Palabra. Oye, Señor, mi oración.
Cuando siembre la alegría y la amistad, vendrá el Amor.
Cuando viva en comunión con los demás, seré de Dios.
Dame, Señor, tu Palabra. Oye, Señor, mi oración.
Pedro Escartín Celaya