Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-05-01
El día primero de mayo evoca una jornada de lucha de la clase obrera, sobre todo durante el tránsito del siglo XIX al XX. El papa Pío XII instituyó en este día la fiesta de San José artesano, para proporcionar a los obreros, en sus justas reivindicaciones, una fuente de inspiración en el patrocinio y ejemplo de quien hizo las veces de padre de Jesús, que pasaba por ser el “hijo del carpintero”. Al mismo tiempo, la liturgia nos ofrece, en este viernes de la tercera semana de Pascua, el relato de la conversión de Saulo en el apóstol Pablo. Ha sido éste un hecho tan decisivo para la implantación de la fe cristiana, que no podemos dejar de considerarlo en este tiempo de oración.
Encontramos un relato pormenorizado de esta conversión en el libro de los Hechos (Hch 9, 1-20); más adelante el propio Pablo reitera su encuentro con Jesucristo camino de Damasco en sendos discursos ante los judíos de Jerusalén y ante el rey Agripa (Hch 22, 6-16 y 26, 12-18), añadiendo algunos detalles a aquel primer relato. También en sus cartas, sobre todo en la que escribió a los Gálatas, vuelve a referirse a este acontecimiento, tan decisivo, que le llevó a confesar en otra de sus cartas, la de los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia…; por él perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo”.
Según el relato del libro de los Hechos, en el camino hacia Damasco se produce su encuentro con Jesucristo resucitado al que “ha visto” y le ha hablado. Saulo pretendía destruir un grupo que él, como cumplidor de la Ley, consideraba inaceptable y una amenaza para el judaísmo; y esto lo hacía sin sentir remordimiento alguno. Pero Jesús, identificándose con aquella Iglesia naciente y maltratada, le dice: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?… Entra en la ciudad y allí te dirán lo que tienes que hacer”. Y el resplandor de un relámpago lo deja ciego. Un tal Ananías, discípulo del Señor, fue enviado a la casa de Judas, en la Calle Mayor de Damasco, donde alojaron a Saulo, para decirle: “Hermano Saulo, el Señor Jesús que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo”. Entonces, Saulo confiesa a Jesús como Señor y lo bautizan. Todo esto ocurría hacia el año 35, dos o tres años después de la muerte y resurrección de Jesús.
No cabe duda de que esa ceguera, que afectó a Pablo en el camino hacia Damasco, tiene un sentido simbólico: cuando era perseguidor estaba ciego; en su intensa experiencia de encuentro con Cristo resucitado, recobró la vista y confesó a Jesucristo como Señor. A partir de entonces, su vida estuvo dedicada, en medio de dificultades y persecuciones sin cuento, a anunciar la buena nueva de la fe que antes quería destruir, hasta morir por Cristo, su Señor, en Roma. Casi todo el resto del libro de los Hechos de los Apóstoles está dedicado a narrar esa intensa actividad misionera de Pablo y su decisivo impulso para la implantación de la Iglesia naciente.
De nuevo, el Espíritu Santo ha sido el protagonista entre bastidores de este acontecimiento, tan decisivo para la vida de la Iglesia. Es el mismo Espíritu que ahora sostiene nuestra fe, que nos fortalece para mantener el ánimo, y que nos impulsa a actuar siguiendo el ejemplo laborioso y humilde de san José, al que hoy invocamos para que extienda sobre nosotros su patrocinio:
Porque fue varón justo,
le amó el Señor,
y dio el ciento por uno
su labor.
El alba mensajera
del sol de alegre brillo
conoce ese martillo
que suena en la madera.
La mano carpintera
madruga a su quehacer,
y hay gracia antes que sol en el taller.
Cabeza de tu casa
del que el Señor se fía,
por la carpintería
la gloria entera pasa.
Tu mano se acompasa
con Dios en la labor,
y alargas tú la mano del Señor.
Y, pues que el mundo entero
te mira y se pregunta,
di tú cómo se junta
ser santo y carpintero,
la gloria y el madero,
la gracia y el afán,
tener propicio a Dios y escaso el pan.
Pedro Escartín Celaya