Documento para descargar: 2020-05-07
Ayer dejamos a Bernabé y Saulo a punto de embarcar hacia la nueva misión a la que el Espíritu les encaminaba. Esta misión les llevó hasta Perge de Panfilia y Antioquía de Pisidia. En Chipre, patria de Bernabé, encontraron a un falso profeta, que intentaba apartar de la fe al procónsul Sergio Pablo, “un hombre prudente” y “deseoso de escuchar la Palabra de Dios”. Saulo, al que desde entonces el autor del libro de los Hechos se referirá con el nombre romano de Pablo, mantuvo una controversia con el falso profeta, lo redujo al silencio, con prodigios debidos a la acción del Espíritu Santo, y el funcionario romano “creyó, impresionado por la doctrina del Señor”.
La primera lectura de este día (Hch 13, 13-25) nos presenta ya a Pablo y Bernabé embarcados en Chipre rumbo a la península de Anatolia, la actual Turquía asiática, predicando a las comunidades judías de cada ciudad que visitaban. Les recordaban la historia de Israel, como pueblo elegido por Dios, esforzándose por hacerles comprender que las promesas hechas a los patriarcas y el salvador anunciado para Israel se habían cumplido en Jesús. Recurrieron también al testimonio de Juan, el Bautista, al que presentaron como el último de los profetas que anunciaban a Jesús; en su predicación, Juan no apuntaba hacia sí mismo, sino hacia Cristo: “Yo no soy quien pensáis -decía a sus oyentes-; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias”.
A este Cristo al que los patriarcas, los profetas y el Bautista apuntaban, lo encontramos en el evangelio de este día (Jn 13, 16-20), que acaba de lavar los pies de sus discípulos y les conmina a hacer ellos lo mismo con un argumento contundente: “Os aseguro -les dice-: el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía”. En otro lugar, Jesús relacionó la identidad entre maestro y discípulo con las persecuciones que uno y otros sufrirían; en este momento del lavatorio de los pies, la relaciona con la ineludible exigencia de estar en la Iglesia y en la comunidad de los hombres “como el que sirve” (Lc 22, 27). Por eso, añade a continuación: “Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”.
Éste es el mayor obstáculo que unos y otros venimos encontrando a lo largo de la historia para reconocer a Jesús como Hijo de Dios y para seguirle: que el lavatorio de los pies es, a la vez, símbolo de la pasión -de una vida entregada hasta el extremo- y ejemplo a imitar por los discípulos. La misión de Cristo tiene como objetivo crear un discipulado de amor entre los hombres. Pero a los seres humanos nos encanta mucho más un Dios victorioso, sin pasión ni sufrimiento, y un seguimiento apacible, sin el sobresalto de cuidarnos los unos de los otros. Aquí es donde germinan, en lo hondo de nuestro ser, las reticencias para decir de corazón: ¡Señor Jesús, yo creo en ti!
Es ésta una reflexión pertinente, sobre todo en este tiempo, en el que las crisis, sanitaria y económica, van a poner a prueba nuestra capacidad de mantener activa y fresca la solidaridad durante mucho tiempo. Pidamos resistencia ante el cansancio y la cobardía, rezando el siguiente himno litúrgico:
Amo, Señor, tus sendas, y me es suave la carga
(la llevaron tus hombros) que en mis hombros pusiste;
pero a veces encuentro que la jornada es larga,
que el cielo ante mis ojos de tinieblas se viste,
que el agua del camino es amarga…, es amarga,
que se enfría este ardiente corazón que me diste;
y una sombría y honda desolación me embarga,
y siento el alma triste hasta la muerte triste…
El espíritu débil y la carne cobarde,
lo mismo que el cansado labriego, por la tarde,
de la dura fatiga quisiera reposar…
Mas entonces me miras…, y se llena de estrellas,
Señor, la oscura noche; y detrás de tus huellas,
con la cruz que llevaste, me es dulce caminar.
Pedro Escartín Celaya