Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-05-11
Como nos recordaba la primera lectura del pasado sábado, la persecución no cesó y la constancia y audacia de los primeros evangelizadores tampoco. Puesto que les echaron de Antioquía de Pisidia, Pablo y Bernabé marcharon a Iconio, donde también encontraron oposición, aquí “de parte de los gentiles y de los judíos”, con la connivencia de las autoridades romanas, que se mantuvieron en un cómodo “laisez faire, laisez passer” (Hch 14, 5-18). Para evitar ser apedreados, Pablo y Bernabé se escaparon hacia Licaonia y otras ciudades del sur de la península de Anatolia. Allí tuvo lugar un acontecimiento singular: en Listra curaron a un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar. Escuchaba con atención a Pablo, y viendo éste “que tenía una fe capaz de curarlo”, le dijo: “Levántate, ponte derecho”, y el hombre dio un salto y echó a andar. Sin duda que esta curación nos suena a conocida, porque está calcada de la que Pedro y Juan habían realizado, poco después de Pentecostés, en la Puerta Hermosa del templo de Jerusalén. Solo que, en este caso, las gentes de Listra exclamaron: “Dioses en figura de hombre han bajado a visitarnos” y pretendían ofrecerles un sacrificio.
A duras penas consiguieron evitar que les ofrecieran el sacrificio de un toro, que trajeron adornado con guirnaldas. “Nosotros somos mortales ?les dijeron? igual que vosotros; os predicamos la Buena Noticia para que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo que hizo el cielo, la tierra y el mar y todo lo que contienen”. La misión entre aquellos gentiles no fue fácil, como comprobaremos mañana en la lectura continuada de estos acontecimientos que nos ofrece el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Pero siguió siendo un admirable testimonio fidelidad y constancia por parte de los misioneros. Les sostenía la fortaleza que el Espíritu Santo había derramado en los discípulos, tal como Jesús había prometido en la noche de la Cena (Jn 14, 21-26). A la pregunta de Judas (no el Iscariote, precisa el evangelista), que quiso indagar: “Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?”, Jesús respondió aludiendo a la necesidad de creer en él para que el Padre pueda mostrarse y habitar en el corazón de los hombres. Después les prometió: “el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.
Llamó al Espíritu defensor, pues iban a necesitar alguien que con autoridad les defendiera frente a las injusticias de las que serían objeto, y le encomendó la tarea de ser algo así como un monitor permanente, un pedagogo, que, al filo de lo que vaya ocurriendo, les ayude a encajarlo como las piezas del puzle de salvación que están construyendo. También nosotros necesitamos ser monitorizados por el Espíritu para descubrir, en cada momento de este prolongado tiempo de pandemia, cómo estar a la altura de lo que el Señor espera de nosotros. Pidamos esa presencia del Espíritu con el siguiente himno litúrgico:
A nuestros corazones
la hora del Espíritu ha llegado,
la hora de los dones
y del apostolado:
lenguas de fuego y viento huracanado.
Oh Espíritu, desciende,
orando está la Iglesia que te espera;
visítanos y enciende,
como la vez primera,
los corazones en la misma hoguera.
La fuerza y el consuelo,
el río de la gracia y de la vida
derrama desde el cielo;
la tierra envejecida
renovará su faz reverdecida.
Gloria a Dios, uno y trino:
al Padre creador, al Hijo amado,
y Espíritu divino
que nos ha regalado;
alabanza y honor le sea dado. Amén.
Pedro Escartín Celaya