En Notas de Prensa

Documento para descargar: 2020-05-20

La primera lectura de este miércoles nos presenta a Pablo ya en Atenas, centro cultural del mundo clásico. Desde Filipos ha viajado con sus compañeros, Silas y Timoteo, por Tesalónica y Berea, prosiguiendo su viaje hacia el sur de Grecia. Su paso por aquellas ciudades repite el esquema misional que el libro de los Hechos viene narrando: predican primero a los judíos y luego a los gentiles, que están más abiertos que los judíos para aceptar el mensaje; en estos lugares destaca entre los oyentes la presencia de mujeres, que acogen con muy buena disposición el mensaje de salvación; y nunca falta la persecución, promovida por los judíos no convertidos. A pesar de todo, el mensaje cristiano no frena su avance y continúa difundiéndose por boca de los predicadores, animados por el Espíritu Santo.

Pablo llega a Atenas, pero llega solo, pues Silas y Timoteo se han quedado, animando las comunidades nacientes. Pablo espera reunirse pronto con ellos; mientras tanto empieza a recorrer la ciudad e inicia la evangelización. Pero será aquí donde vivirá una de las experiencias más amargas de su vida. El Areópago de Atenas era un espacio abierto, utilizado por todos los filósofos y predicadores itinerantes para divulgar sus doctrinas. Algo parecido al actual Speakers’Corner del Hyde Park londinense. Aprovechando la oportunidad que este lugar le proporcionaba, habló a quienes quisieron escucharle de esta manera: “Atenienses, veo que sois casi nimios en lo que toca a religión. Porque paseándome por ahí y fijándome en vuestros monumentos sagrados, me encontré con un altar con esta inscripción: ‘Al Dios desconocido’. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo”. A continuación, desgranó un discurso muy bien construido, en el que fue mezclando la filosofía de la vida con el conocimiento  para alcanzar a Dios, sin dejar de hacer oportunas alusiones culturales, citando incluso al poeta griego Arato. Un discurso que rezumaba generosa comprensión hacia el paganismo, con el fin de predisponer el interés de los oyentes por aquel “Dios desconocido”, que trataba de descubrirles. Todo fue bien hasta que, al presentar la persona de Jesús, afirmó con rotundidad que Dios lo había resucitado de entre los muertos. Los atenienses, “al oír resurrección de muertos, unos lo tomaban a broma y otros  dijeron: De esto te oiremos hablar en otra ocasión”. Los oyentes se disgregaron y Pablo tuvo que marcharse.

Para aquellos atenienses la resurrección no entraba en sus cálculos; algo así como ocurre con los actuales nihilistas, para los que hablar del sentido de la vida es perder el tiempo, o con los que han hecho de la ciencia su religión, para los que la existencia de un Dios creador es un mito sin consistencia científica, aunque no sean capaces de explicar por qué existe un universo organizado en lugar de la nada o el caos. No obstante, “algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el aeropagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más”. Después de esto, Pablo dejó Atenas y se fue a Corinto, seguramente dolido y entristecido.

Es éste un episodio que pone de manifiesto el misterio de la libertad humana y nos impulsa a dar gracias a Dios, porque, como dijo Jesús, muchos hubieran deseado ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron. Este misterio de la libertad humana es el que lleva a algunos a hacer lo que les viene en gana, en este tiempo de pandemia, en el que es suicida no cuidar la prevención que tanto se aconseja. Con esta oración de san Ignacio de Loyola, hagamos generosa ofrenda del don más preciado que tenemos: nuestra libertad.

Tomad, Señor, y recibid
toda mi libertad, mi memoria,
mi entendimiento
y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer.
Vos me lo disteis,
a Vos, Señor, lo torno.
Todo es vuestro.
Disponed de todo según vuestra voluntad.
Dadme vuestro amor y gracia,
que ésta me basta.

Pedro Escartín Celaya

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