En Notas de Prensa

Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-11

El sábado Santo es para nosotros un día de duelo esperanzado, pues somos cristianos porque creemos que Jesús ha resucitado y vive. También fue un día de esperanza, en medio del duelo, para María, la Madre. No podría quitarse de la cabeza cómo había visto morir a su hijo, pero ella siempre creyó en él y esperaba que al tercer día resucitaría, aunque no sabía cómo. Ella no entendía algunas cosas de su hijo, pero las “meditaba en su corazón” hasta que el Espíritu se las hacía comprender.

En cambio, para aquellos pocos que permanecieron firmes al pie de la cruz, y mucho menos para el resto de sus discípulos, que desde la noche del jueves estaban en paradero desconocido, sólo fue un día de duelo y desconcierto; creían que todas sus expectativas habían quedado enterradas tras la piedra que tapó la boca del sepulcro. Las piadosas mujeres, que le habían acompañado desde Galilea, se dedicaron a preparar aromas y mirra para poder embalsamar su cuerpo como era debido, en cuanto terminase el descanso del gran Sábado. Y supongo que aquellos dos buenos hombres, que aparecieron  en el último momento, José de Arimatea y Nicodemo, se consolaron pensando que había hecho por él lo último que se podía hacer: proporcionarle una digna sepultura.

Los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, pero los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial para eso. En el caso de Jesús, hay que reseñar que aparecieron esos dos hombres, que tuvieron con él un último y piadoso gesto de respeto. José de Arimatea era miembro del Consejo y el evangelista lo describe como “hombre bueno y justo, que no había asentido al proceder de los demás y esperaba el Reino de Dios”. El otro, Nicodemo, era fariseo y también miembro del Consejo; había intentado que sus colegas no juzgaran a Jesús sin oír antes de su boca lo que había dicho; él mismo estuvo hablando con Jesús una noche, en un coloquio del que salió profundamente tocado. Los dos le procuraron el entierro digno que pensaban se merecía: José fue a pedir el cuerpo del ajusticiado al gobernador y ofreció un sepulcro nuevo que tenía cerca del lugar de la crucifixión, y Nicodemo trajo cien libras de una mezcla de mirra y áloe para embalsamarle. Cuando parece que ya nada más se puede hacer, aparecen estos dos personajes destacados de la clase culta de Israel. No se habían atrevido a manifestarse como discípulos de Jesús, pero tenían el corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad. Eran de ese grupo de cristianos vergonzantes, que tanto abunda, deslumbrados por Jesús, pero temerosos de manifestarlo en público. Ellos pasaron el sábado pensando que ya habían hecho lo que habían podido.

Os propongo que en el silencio esperanzado de este Sábado Santo oremos por aquellos a quienes el coronavirus ha privado del consuelo de despedir a sus seres queridos, de hacer duelo por ellos, de que la comunidad cristiana compartiera su dolor rezando y encomendándolos en las manos de Dios, de experimentar visiblemente el acompañamiento de las personas que les aman… Por todos ellos pedimos hoy a la Madre, con palabras del papa Francisco, que empuje a su Hijo, como hizo en Caná de Galilea, a adelantar la hora en la que volvamos a experimentar el gozo de la normalidad y del cariño mutuo.

Oh María, tú resplandeces siempre en nuestro
camino como signo de salvación y esperanza.
Nosotros nos confiamos a ti,
Salud de los enfermos,
que bajo la cruz estuviste asociada al dolor de
Jesús, manteniendo firme tu fe.
Tú, Salvación de todos los pueblos,
sabes de qué tenemos necesidad y estamos
seguros que proveerás,
para que, como en Caná de Galilea,
pueda volver la alegría y la fiesta después de
este momento de prueba.

Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre y a
hacer lo que nos dirá Jesús,
quien ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos
y ha cargado nuestros dolores para
conducirnos, a través de la cruz,
a la alegría de la resurrección.
Bajo tu protección buscamos refugio,
Santa Madre de Dios.
No desprecies nuestras súplicas,
que estamos en la prueba,
y libéranos de todo pecado,
oh Virgen gloriosa y bendita.

Pedro Escartín Celaya

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