Documento para descargar: para-el-ngelus-2020-04-10
Getsemaní fue el pórtico del primer Viernes Santo. Después de la Cena, Jesús bajó con sus discípulos hasta el torrente Cedrón y pasó al otro lado, donde se encontraba un huerto, que había Tomado nombre de la almazara para prensar las aceitunas del Monte de los Olivos, que allí había. Allí Jesús experimentó su última soledad antes de la muerte, que se consumaría en la mañana siguiente. Allí su alma tocó fondo en el abismo del pecado y del mal, con tal fuerza que “su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra”, según el relato de Lucas, quien por sus conocimientos médicos algo sabía de este fenómeno provocado por una angustia muy intensa. Allí se estremeció ante la muerte inminente. Allí le besó el traidor, Allí todos los discípulos lo abandonaron.
En el camino hacia Getsemaní, Jesús anunció el cumplimiento de tres profecías. Una, sobre la dispersión de sus discípulos: “Todos vosotros os vais a escandalizar de mí esta noche, porque está escrito Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño”. Él es el pastor “que da la vida por las ovejas”, pero esa nueva e incipiente familia de Dios se va a disgregar antes de haberse establecido. Sin embargo, Jesús continuó con un anuncio profético de salvación: “Pero después de mi resurrección iré delante de vosotros a Galilea”; así ocurrió y allí reagrupó al rebaño disperso. Con la tercera profecía frenó el entusiasmo voluntarista de Pedro y de los demás, que proclamaban que le seguirán, aunque tuvieran que morir con él, y volvió a recordarles la tentación que tanto ellos como todos los cristianos hemos de sortear: pretender alcanzar el éxito sin pasar por la cruz; nadie es por sí mismo tan fuerte como para seguirle hasta el final, sin la fuerza del Espíritu y la misericordia del Padre.
Estos sentimientos laceraban su ánimo de tal manera que cuando llegó al huerto confesó a sus discípulos: “Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo”; pero ellos estaban cansados y se
durmieron. La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Ha escrito el papa emérito Benedicto XVI: “Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal en el mundo, por toda la injusticia y el sufrimiento que devastan la tierra. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha”. Esa fuerza destructiva del mal, que entre todos provocamos, colmó el cáliz de dolor que Cristo iba a beber y le abocó a una agonía suprema, soportada en profunda soledad. También mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Como Pascal, en sus Pensamientos, puso en labios del Señor: “Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti”.
El dramatismo de la oración de Jesús en Getsemaní llegó al extremo cuando dijo a su Padre ?al que llamó Abbá, es decir “papá”? “todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú”. Esta identificación tan cordial y profunda de la voluntad humana de Jesús con la de Dios es el paso redentor, que salva a la humanidad del poder destructor de la desobediencia que comporta el pecado. Era indispensable que el mal fuera redimido y no sólo olvidado, porque el mal es real y produce daños que han de ser reparados. También la angustia de la pandemia y de los enfermos que han de soportarla en soledad formaba parte de aquella angustia de Jesús en Getsemaní, pues a través de Jesús Dios ha querido solidarizarse totalmente con nosotros. Por eso, hoy le decimos con el poeta:
Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana;
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
Pedro Escartín Celaya