No me canso de insistir en que a pesar de datos, cifras y noticias desalentadoras, lejos de caer en el desánimo, estamos llamados a saber ver más allá de lo que llamo coordenadas visibles y fijarnos en las invisibles. Creo que solo así podemos enfrentarnos a lo que nos está pasando, a lo que sucede en nuestras familias. Aunque no lo queramos reconocer, constatamos que la antropología que subyace en el mundo postmoderno ya no es cristiana, es decir, no es la antropología que encarnó Jesús de Nazaret y quedó plasmada en el Evangelio.
Las causas que nos han traído hasta aquí son muchas y variadas, pero centrémonos mejor en cómo revertir el proceso, frenarlo al menos. Somos conscientes de que es
complejo pero no me cabe la menor duda de que es a través de la familia como se puede impulsar. Tampoco me canso de repetir: la familia sigue siendo el valor más seguro y por eso es de vital importancia contar con la familia como unidad básica de evangelización.
Es sencillo expresarlo con una imagen: pasar de una Iglesia como «bazar de lo sagrado» – a la que solo vamos a bautizar o a hacer la Primera Comunión cuando toca- a
una Iglesia, la diocesana, como «gran familia de familias». Todos formamos una única y misma familia que se sienta alrededor de la misma mesa, compartiendo el pan; somos hijos y hermanos, parte de un proyecto común que podemos construir juntos desde nuestra libertad. Reconocer esto es lo que más nos dignifica y humaniza.
Si la semana pasada hablábamos de nuestros «catedráticos de la ternura», los mayores, esta quiero detenerme en los jóvenes y niños. Para ellos, la familia debe ser el primer ámbito de encuentro con Jesús. Todos los bautizados estamos llamados a dar testimonio y convertirnos en agentes de evangelización.
¡Qué suerte tenemos de ser portadores de tan buenas noticias! ¡Habrá algo más hermoso, más transformador o más humanizador que ser caricia, bálsamo, ternura de Dios para el mundo! Y lo mejor es que está al alcance de nuestra mano convertirnos en esa caricia, ese bálsamo: nos basta con ser un buen espejo, un buen espejo de Dios.
Así se lo compartí a un grupo de madres y padres que han decidido libremente que sus hijos e hijas acudan cada semana a la catequesis de precomunión. Gracias a sus catequistas y sacerdotes, se prepararán para recibir a Jesús y, más adelante, si así lo desean, para confirmar su fe. Pero la principal catequesis que recibirán nuestros niños y jóvenes vendrá de sus familias, de lo que les digan y, sobre todo, de lo que hagan. Si sabemos ser espejo de Dios, si sabemos ser su mejor fotografía, hacemos visible a Jesús hoy, con nosotros, lo hacemos real, ayudamos a descubrirlo en la cotidiaeneidad, a encontrarlo en el otro y en uno mismo. La familia nos congrega y nos convoca en el amor, escuchemos su llamada.
Con mi afecto y bendición
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón