(Juan 11,1-45)
Estamos llegando al final del tiempo de cuaresma y, en la celebración de este quinto domingo, tenemos la oportunidad de analizar nuestro compromiso con la vida y nuestra actitud frente a la muerte. Lo que ocurrió con Lázaro nos permite ver cómo reaccionó Jesús ante la muerte de un amigo. Cuando recibió el recado de Marta y María, las hermanas de Lázaro, Jesús estaba muy lejos de Betania, necesitaba caminar varios días para llegar a casa de sus amigos y hacer el duelo, pero no dudó en interrumpir todo su programa y ponerse en camino, tampoco lo detuvieron las amenazas de los judíos que días antes intentaron lapidarle. Él quería dejarnos claro que cuando llega la muerte de los amigos hay que estar con la familia, sin importar lo demás.
Al llegar a la tumba, Jesús se echó a llorar, se condolió por su amigo, consoló a su familia y compartió el momento de pesar con toda la gente que estaba allí reunida; Qué enseñanza tan bonita y tan humana. Eso mismo es lo que tenemos que hacer cada vez que la muerte nos arrebata a nuestros amigos, familiares o vecinos. Comportarnos como Jesús, es estar ahí, llorar, acompañar y vivir el acontecimiento como una pérdida para la familia y para toda la comunidad.
Después de compartir el sentimiento de dolor hasta el llanto, Jesús nos enseñó a ir mucho más allá, nos enseñó que la muerte apenas es un paso necesario para llegar hasta la vida plena. Ese día pronunció una de las enseñanzas más grandes y maravillosas que podamos escuchar, dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Ese es el sentido de la muerte para Jesús y, en consecuencia, para todos nosotros sus seguidores. Es verdad que en el caso de Lázaro la muerte se transformó en alegría y fiesta porque éste volvió a la vida, pero aquí la palabra más precisa sería “revivió”, puesto que Lázaro, después de un tiempo, nuevamente debía volver a morir. A nosotros el Señor nos habla de algo muy superior a lo de Lázaro, nos habla de una “resurrección” semejante a la Suya, nos habla del no morir para siempre, nos asegura que estamos hechos para la vida eterna.
Empezamos hablando de la gran importancia que tiene el acompañar y hacer duelo en el momento de la muerte, pero no debemos esperar que llegue ese acontecimiento tan triste para acercarnos a nuestros amigos; Jesús, que estaba pendiente de sus amigos, que decidió no tratarnos como siervos, sino como amigos, quiere que nos amemos y nos acompañemos realmente en todos los momentos de la vida, sin perder oportunidad para hacerlo.
La esperanza que tenemos los cristianos en la vida eterna se convierte en un gran compromiso para afrontar la vida presente. Si esperamos una resurrección como la de nuestro maestro, también debemos esforzarnos por llevar una vida como la suya; es decir, cada día que Dios nos regala es para aprovecharlo al máximo, haciendo todo el bien posible a nuestro prójimo, tanto como si se tratara de nosotros mismos.
Rafael Duarte Ortiz