En Cartas de nuestro Obispo

Mi infancia estuvo asociada siempre a dos imágenes de la Virgen. La imagen de la Merced en la capilla del colegio de las mercedarias y la imagen de la Virgen de la Oliva, patrona de mi pueblo.

Sólo años más tarde lograría entrever cuál era el denominador común entre ambas tallas. Por aquel entonces lo único que advertía era que no hacía falta entrar a la iglesia para poder ver a la Virgen. Desde fuera, a través de las ventanas entreabiertas de la capilla del colegio o desde el ventanuco de la puerta de la iglesia, se veía el perfil de la Virgen con su niño en brazos, en un caso, con la bola del mundo (cadenas rotas) y en el otro, con el ramo de olivo en las manos. En ambos casos, la misma significación, en María encontramos el bálsamo de Dios que nos libera del mal.

Ahora que lo pienso, rara era la vez que acercándome a uno u otro lugar no encontrara alguien asomado a la ventana o al ventanuco de la puerta. El año que hice de pregonero de las fiestas de Ejea me tocó esperar unos minutos a la puerta de la iglesia de la Virgen de la Oliva. ¡Pareciera como si el reloj se hubiera detenido! Afortunadamente, no tenía prisa… y aguardé pacientemente mi turno. Al girarse y descubrir mi presencia aquel hombre con los ojos brillantes y enrasados me dijo: ¡su mirada diaria me sigue sosteniendo! Asentí. Y permanecí callado. Al mirar entonces el rostro de María, comprendí lo que aquel señor quería decirme…

Salvadas las coordenadas geográficas, imagino que, igual que a mí, serán muchos los hijos del Alto Aragón que, en circunstancias bien diversas a lo largo del año, acudirán a esta ermita o aquella romería o a aquel templo para mirar a la Virgen y ponerla como mediadora privilegiada ante su Hijo Jesucristo. Y escuchar aquellas mismas palabras que pronunciara en la boda de Caná: Haced lo que Él os diga «haced lo que Él os diga» (Lc 2, 5)

¡Cuánta gratitud hacia María de Nazaret, en sus diversas advocaciones, sigue brotando del corazón de nuestro pueblo en cada rincón de nuestra Diócesis!

A veces es tan dura y tan injusta la vida que constatamos que solos, con nuestras propias fuerzas, no podemos gran cosa. Necesitamos contar con Dios.

Quien más quien menos lleva impreso en su rostro marcadas las cicatrices de nuestro mundo herido:

  • ¡Quién no ha experimentado en carne propia o en alguien cercano los zarpazos de enfermedad o muerte que ha sembrado la pandemia o esta guerra tan injusta como absurda!
  • ¡Quién no ha sentido en carne propia o en alguien cercano esa enfermedad inesperada o incurable…, o la muerte de algún ser querido!;
  • ¡Quién no ha experimentado en carne propia o en alguien cercano la impotencia de no conseguir un trabajo digno, estable y justamente remunerado…!;
  • ¡Quién no ha experimentado en carne propia o en alguien cercano cómo las relaciones familiares son cada vez más débiles y quebradizas…!;
  • ¡Quién no ha experimentado en carne propia cómo nos vamos sumergiendo en una sociedad cada vez más individualista, consumista, excluyente…!;
  • ¡Quién no ha experimentado en carne propia cómo nuestro mundo se siente amenazado por el terrorismo y se halla sumido en una crisis ecológica, política, económica..!;
  • ¡Quién no se ha sentido a veces manipulado, teledirigido, cosificado por el trabajo, la eficacia, la producción… y se da cuenta cómo se olvida o se renuncia a la ternura, a expresar los sentimientos, a aceptar las diferencias, a vivir desde el amor, la libertad, la auto afirmación personal, a potenciar las relaciones con los otros y con Dios…!

 

Con mi afecto y bendición

Ángel Pérez Pueyo

Obispo de Barbastro-Monzón

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